Nada. El tipo no llegaba. Y nada que le gustaba al rubio. Es que estar en ese bar-restaurant de no sé dónde esperando a no sé quién (al tipo), era culpa de él (del rubio). Es que si hiciera algo más que guiñarle el ojo de vez en vez y repasarle “disimuladamente” el cuerpo con la vista, hace rato que podría haberse ahorrado estar sentada sola en esa mesa, a casi nada de quedar plantada y a un trago de acabarse la copa que la conduciría a quedar ebria. Eso le pasaba por no saber poner a raya a la Ninfa y terminar siendo partícipe, aun contra su voluntad, de sus ocurrencias. Todavía recordaba con ligera vergüenza la conversación que había mantenido días atrás con ella...
– ¿Qué te traes con ese?
–No sé de quién me hablas.
–Conmigo ni lo intentes: cuanto tú vas, yo ya fui dos veces. Y no es por robarte comida del plato, pero con un ejemplar como aquel, si voy, puede que hasta ni regrese.
– ¡Pues que te aproveche! A mí, como diría el Darcy de Jane Austen, me resulta aceptable, pero sigue sin tentarme.
– Nunca digas de esa agua no beberé y menos en tiempos de escasez, jaja. ¡Sal de los libros, niña! Entre tanto tomo entero que te tragas, aquella debe estar cansada de tener que conformarse con el índice.
– ¡Ja! ¡Sucia! Yo no... no...
– ¡Jajaja...! Los hombres cuentan con la diestra o la zurda y nosotras, con cinco dedos en cada una, querida.
– ¡Por Dios! ¡Lo tuyo es ninfomanía!
–Pues quizá, que bien debo honrar mi nombre... ¡pero lo tuyo es un desperdicio! Se entiende que a veces no haya con quien; ¡pero mira que tenerla disponible las 24 horas del día, los 365 días del año y no hacerle un cariñito ni en feriado...!
Negó indignada resoplando y guardó silencio frustrada.
–Yo que tú me perdía o, mejor dicho, me encontraba con el rubio al que según tú ni le has puesto el ojo ni te da sed. Que se ve que está hecho a prueba de fuego y quizá hasta te apague uno que otro incendio.
– ¡Ah, no, no! Te digo que...
– ¡Jajaja! ¡Solo te falta la aureola, mujer...!

–Disculpe, ¿puedo servirle algo? ¿Le traigo otra botella? –Le interrumpió el mozo. No sabía qué cosa, pero algo había interrumpido. Cerró los ojos frunciendo el ceño y sorbiendo los restos de la exquisita bebida antes de contestar.
–No, no-lo disculpo... Sírvame... ¿otra botella? No... no... la cuenta. Sírvame... la... cuenta. –Mal indicio. Ya había experimentado en ocasiones anteriores que a su aparente ausencia de seguridad en tales momentos, le seguían comportamientos inciertos.
Cuando salió del local, volteó repetitivamente la cabeza hacia la puerta acabada de atravesar como si no recordara bien qué había estado haciendo allí o como si no le encontrase sentido. Se pasó el dorso de la mano por la cabeza para apartarse unos mechones de cabello y tratar de despejar sus ideas. Dio un paso sin pensarlo y luego otro sin percatarse de que salía de la acera, y llegó al otro lado de la calle preguntándose de dónde habían surgido de repente tantos pitidos y por qué de improviso todos los autos parecían querer chocar contra ella en lugar de seguir por otro rumbo su camino. Sentía pesada la vista, los objetos aparecían tan deformados que asemejaban venir de otra dimensión o formar parte de un universo paralelo. Se lo atribuyó al sueño y al hecho de no llevar anteojos, y se dijo que necesitaba un café.
Aún conservaba rastros de lucidez cuando se topó con lo que consideró una cafetería, no obstante pareció perderlos  todos al hacerle el pedido al mozo. Golpeó varias veces la barra antes de dejar oír:
–Un café... como yo, por-favor.
– ¿Cómo así? –replicó el mozo, dejando de lado las reglas de atención y cortesía.
– ¡Negro y con sabor! –se fue en risas.
El mozo extrañado ante la solicitud se dispuso a servir receloso a la clienta. Sin siquiera dejarle colocar el pedido sobre la encimera, la mujer tomó la taza y le dio un gran sorbo al café, que al segundo siguiente terminó desparramado sobre el empleado.
– ¡Puaj! ¡Yo ni de broma sé así! –Volvió  a reír y como si reparara de forma tardía en lo que había hecho exclamó–: ¡Ups! Lo-sien...to.
Claro que las risas que adornaban los comienzos o finales de sus frases hacían dudar de cualquier ápice de arrepentimiento.
Fue necesaria la llegada de otro cliente para que el mozo saliera de su estado de perplejidad y recordara sus funciones. Le hizo corroborar si había alguien esperándolo y al recibir una respuesta negativa entendió que su cita no se concretaría ese día.
– Jaja, ¿Tú también? ¡Feliz día del árbol! –Risas.
¡Qué chiste tan malo! –Murmuró, preparándose a obsequiar con todo su desdén a quien lo había emitido.
–Disculpe, le... –intervino presto el mozo.
Al voltear, sin embargo, distinguió a la loca que había visto dar giros en medio de la calle con la luz del semáforo en verde para después regresar al local de donde minutos antes había salido. El recordar el hecho le causó gracia. Iba abandonar el lugar, pero...
–Solo un buen café, por favor  –...tomó asiento y escuchó risas a su lado seguidas de un:
– ¡Uff! Ese es peor que el mío.
– ¿Perdón? –Le reclamó a la mujer sin entender. Más risas a su derecha.
–Nada, jaja, que disfrute su café. –Mientras lo decía emprendía su marcha. El mozo hizo amago de retenerla:
–Eh... señora, que se...
– ¡¿Señora?! ¿Y acaso tú te sacaste la partida de nacimiento ayer? –Más risas de camino a la puerta.
De improviso varios eventos ocurrieron de manera simultánea o, para mantener la fidelidad de los hechos, con una diferencia de tiempo insignificante entre ellas: El mozo que le pone enfrente el pedido al cliente a la vez que grita sobre su hombro “¡hey, seño-señorita, que se va sin pagar!”, el hombre que le da un trago a la bebida, la mujer traspasando el umbral, un café que vuelve a desparramarse, el hombre que asqueado exclama “¡pero qué rayos me está haciendo beber!”, la mujer que entre risas se despide lanzando un “¡se lo dije!”,  el empleado que termina salpicado por segunda vez y con la irritación elevada al cuadrado, el hombre que se pone de pie en actitud de evidente partida, pero con la suficiente cortesía para pagar por los supuestos gastos de él y los de la señorita y encima, compadecerse del estado del mozo y dejarle propina.
Justo ponía él un pie fuera del local, distinguió a la loca hacer lo mismo con la acera. Al instante siguiente se encontró preguntándose cómo había ella sobrevivido la vez anterior, advirtiéndole alarmado “¡noo, que está en verde!, halándola del brazo y poniéndola a resguardo fuera de la calle.
Con todo y la efímera impresión del momento, la loca, porque no podía llamarle de otra forma, reía; y no supo si fue por ese motivo o porque se esperaba otra cosa que no pudo reaccionar con algo más que extrañeza a su pregunta.
– ¿Y... tu cita?
–Supongo que se cansó de esperarme –se sorprendió respondiendo–. ¿Y qué pasó con la tuya?
–Se... retra-só.
Por primera vez se apagaron las risas, ganó el silencio y se vieron fijo con una seriedad explosiva. Él se contuvo de guiñarle el ojo, mas no de repasarle descarado el cuerpo con la vista. “¡Debí haber llegado temprano!”, se decía. Sin embargo, no fue eso lo que dejó oír.
– ¿Te invito un café? Pero de los buenos. –En esta ocasión la risa al final de la frase la prorrumpió él, entre tanto pensaba en bebérsela a ella con o sin azúcar.
“Tal vez si hubiera esperado más...”, se lamentaba ella. Pero no, no quería café. En ese instante cualquier cosa que se tomara le resultaría poco menos que aceptable en comparación con lo mucho que le tentaba él. Sin embargo, la ausencia de anteojos le hacía guiñarle el ojo y cada vez que lo abría se convencía de que un latte macchiato igual al que tenía en frente le sentaría más que bien.
Algo en el ambiente hablaba por ellos alentado, tal vez, por la mano de él aferrándole todavía el brazo, sus dedos ejerciendo presión sobre su piel, el cúmulo de sensaciones que se desprendían del punto de unión entre sus cuerpos en el cual él imprimía levemente su fuerza sobre ella. Algo avivado también por la ligereza con la que ella se dejaba asir, la conmoción que a él le causaba su cercanía y su tacto; ese acaloramiento, agitación o nerviosismo que viajaba libre alrededor y a través de ambos.
La respuesta se supo de sobra. A ese punto, ni ella necesitó emitirla ni él escucharla. Con la imaginación suficiente se puede adivinar con muy poco margen de error lo que pasaba por sus cabezas y lo que a continuación se avecinaba, así que...
 –No mencionaré una palabra.
Mañana del jueves, día de trabajo, de camino a la oficina. A alguien le ha dado por hablar en voz alta.
– ¿Decías?
Le sonríe al móvil, sus pulgares se desplazan ávidos por su superficie y apenas levanta la vista para contestar:
–Ah, no es nada, Ninfa. –Pasa de largo y un par de ojos entreabiertos lo siguen con recelo.
Así que nada, ¿eh?
Ya en la oficina, alguien se asusta o se sorprende, o ambas cosas juntas; deja caer su teléfono sobre el escritorio como si se le estuvieran quemando las manos al tiempo que escucha:
– ¿Te regaron la plantita?
– ¡Ninfa! –Suelta en actitud de censura, aunque en realidad intenta ocultar su azoramiento. Siente un leve cosquilleo en las mejillas y agradece que su piel no ceda al rubor. Ni le responde ni le da charla a su inquisidora y en cambio, toma de nuevo el móvil con cierta exaltación, se levanta de su silla, se encamina a la puerta de la estancia y antes de perderse en los pasillos anuncia:
–Voy por un latte,¿se te antoja algo?
¡Jum! ¡Quién sabe cuándo regrese...!
Le contestan negativamente con un movimiento de cabeza y desaparece manipulando muy animada el celular.
Una sonrisa maliciosa empieza a distenderse, todo empieza a cuadrar. Y no ha sido necesario mirar la solicitud de secreto que ella le había hecho al rubio vía mensaje de texto mientras lo veía hablar en voz alta por el pasillo. Ni mucho menos, las obscenidades que por el mismo medio él le hacía llegar en el justo instante en que la sorprendí en la oficina... Es que cuando ellos van, yo ya he ido dos veces; y en el ínterin hasta me da tiempo de comprobar que uno se ha vuelto adicto a un particular tipo de cafeína y que a la otra el latte macchiato no le sienta nada mal.






Esquivar el amor es una consecuencia inmediata de ser renuente al cariño, y viceversa. Los principios o preceptos básicos de tal resistencia implican:

Construir un muro de dos metros aunque se mida un poco más del metro y medio para que nadie ose cruzar sus barreras.
Descreer de manera desmedida en el amor a primera vista.
Abstenerse de cualquier forma de contacto físico o abstracto (incluye mantener una distancia mínima entre pieles de un centímetro, abrazar menos de diez veces al año, no saludar o despedirse con besos ni siquiera habiendo de por medio periodos de reencuentro largos, dar la mano solo en entrevistas de trabajo y utilizar el teléfono o cualquier medio artificial de comunicación estrictamente lo necesario).
Evitar cualquier forma de desnudo y, si es obligatorio quedarse al descubierto, cubrir el corazón y la mente con escudos a prueba de cualquier tipo de tentaciones o flaquezas.
Esconderse y defenderse de quien por superar la altura de dos metros o por encontrar una brecha en su muro pretenda descubrirlo(a). (Las medias verdades, los rodeos, las mentiras blancas y cualquier otro tipo de artimañas son válidas).
Guardar en un tarro hermético los sentimientos.
Mantener un semblante monocromático e imperturbable. En su defecto, se admiten únicamente dos expresiones faciales: serio(a) o contento(a), por contraste. (Practicar frente al espejo es recomendable).
Se permite llorar exclusivamente en privado; por ninguna razón atreverse a soltar lágrimas frente a otro ser humano, puede ser contraproducente para ambos.
Volverse maestro(a) en el arte de la ausencia incompleta que juega a rozar el olvido.
Ejercitar la “renuncia”.
Ser comedido(a).
No pedir consejos y evitar darlos.
No abusar de la compañía; la relación interpersonal más importante que debe mantener es consigo mismo(a).
Ser fiel a la premisa de que nadie más que usted puede solucionar sus problemas.
Cumplir los tres últimos apartados a pie de letra. De lo contrario, se corre el riesgo de desarrollar dependencia.
Abrazar los miedos propios y no deshacerse de ápice alguno de desconfianza. (Lo/la mantendrán en guardia).
Disfrazarse de seguridad y autosuficiencia excesivas, pondrá a cualquiera a raya dándole a entender que no lo/la necesita.
Omitir detalles de su personalidad.
Alejarse de la sinceridad extrema.
Jamás, jamás de los jamases incurrir en cursilerías.
Y por último, tiene abiertamente permitido ser tímido(a), huraño(a) y/o taciturno(a).

Si, pese a todo, alguien logra traspasar la distancia infranqueable de los diez milímetros, derribar sus defensas y hacer mella en su escudo; ponga pies en polvorosa o, si aún está a tiempo y no son de gran cuidado sus injurias: ¡huya! Si no, cumplo con informarle compañero(a), y quieran los cielos que no sea para su mal, terminará abandonando toda reticencia y el amor no volverá a serle esquivo nunca más.


Aldo Simetra





Mientras se confunden el "temprano" y el "tarde" el reloj se ha detenido a las y punto de esa hora que es la equivalente a la sumatoria de los números de esa cifra que tanto te preocupa. Yo, aunque pudiera, no te ofrezco ayuda y te dejo perder tiempo devanándote los sesos en superfluas cantidades.
Tu semblante me anuncia que el asunto no marcha como debería; entonces imagino que debe ser igual de complicado a calcular la duración del ahora, los mililitros o litros de saliva que se invierten o se pierden en un beso, el empuje de la inflación en los países con la peor economía del planeta, la salinidad y la densidad de una lágrima o la velocidad en que ésta resbala por la mejilla, los grados Celsius a los que se considera que una persona no es cruda y los grados Fahrenheit a los que se le considera fría, la magnitud de la fuerza excitatriz de un orgasmo, el total de imágenes que capta la retina por minuto, los decibelios contenidos en un grito, la medida de altitud exacta en donde se desborda la paciencia... Cuando presumo que estás por hacer el cálculo de las brazadas que separan mis riberas de la franja continental que te rodea te contengo y, entre burlona y divertida, dejo caer por lo bajo que si el mar no se cruza a nado, mucho menos el océano. Frunces el ceño, reprochándome con ese gesto el comentario y mi deliberado desinterés hacia tus cuentas. Es cuando me decido a ayudarte y tu rostro se contorsiona en esa mueca aspirante a alcanzar la sonrisa plena. Y me gusta... Tu mueca, tu sonrisa. Y reparo en que sí quiero contar contigo –tic-tac, tic-tac, el reloj ha retomado su curso–. Contar, decía, así sea en letras o en números. 





Hay una sensación extraña en el aire. El tabique sobre nuestras cabezas amenaza con resquebrajarse. Trozos colgantes de su estructura se pelean sigilosamente por obtener el primer turno para despojarnos de la vista...
No los mires.
No los mires...
¡No los mires!
Las rejas proyectan sombras en las paredes, parecen aprisionarnos dos veces dentro de este espacio incompleto que ni es jaula ni habitación y es ambas al mismo tiempo. Se oyen pasos mellando el suelo, que se queja crujiendo en sintonía con los sonidos que nos repiquetean los sentidos y nos hacen eco en el cuerpo. Un murmullo sostenido intercambia sitio con un concierto de gritos y quejidos. Hay una sensación extraña en el aire. Percibo el miedo. Lo huelo... No me gusta esta antesala al silencio.

Aldo Simetra




Sus pasos lo llevaron hasta más allá de la Avenida Tres Piensos, justo frente a la plaza de los almendros. A pesar de lo mucho que le gustaba la calle en la cual se detuvo, hacía mucho que no se pasaba por allí. ¿Por qué? ¿Quién iba a saberlo? Quizá el tiempo, quizá ese suspiro de nostalgia que ahora se mezclaba con el vaivén del viento.
Pequeños pedazos de papel empezaron a lloverle encima y levantó la cabeza en un intento de vislumbrar de dónde provenían. Alcanzó a ver medio brazo y parte de una castaña cabellera desaparecer en el interior de una ventana. Bajó la vista lentamente, ninguna expresión en el rostro. Uno de los trozos de papel se había posado sobre su chaqueta y en lugar de sacudírselo y proseguir su camino, lo tomó, escogió un par más del suelo e intentó descifrar inútilmente su contenido.
Quien hubiese roto la hoja antes de echarla a volar por su ventana había escrito:
“A veces me acuesto, miro el techo y pienso en ti. Y me digo que ese y no el verdadero fue nuestro cielo porque no tuvimos que compartirlo con el resto. Todavía esta esa mancha en la pared que nos sacó carcajadas cuando se instaló allí y que sucesivamente cada que mirábamos nos hacía sonreír. La bombilla es la misma bajo la cual salían a la luz nuestras querellas y a la que de vez en vez dejábamos en el olvido cuando usábamos las manos como prendas. Aquella muda de ropa tuya que llegó con la excusa de "por si acaso" se ha quedado haciendo guardia en el armario. Y el espejo, ¿te acuerdas?, aquel en el que nunca nos dio tanta vergüenza mirarnos como la que debía sentir él al reflejarnos, sigue custodiando la misma esquina en donde a su través se confrontan otros tantos rincones del cuarto.
Todo sigue igual, o al menos casi todo. Lo que fuimos ha decidido perpetuarse sin nosotros. Pero, lo siento. Ha pasado ya algún tiempo y es hora de que el cielo que nos amparó bajo este techo se enfrente a otras caras, encuentre otros dueños... Así que voy a sacar de las esquinas las telarañas de nuestros besos, voy a mirar seria la mancha mientras desaparece debajo de unos cuantos brochazos de pintura o un colorido tapiz, voy a descolgar del armario cualquier ápice de prevención y cambiaré la bombilla por una lámpara que no me dé tanto calor.
Sacudiré el polvo de las carcajadas, de las caricias, de los recuerdos y abriré la ventana para que se disperse en aires nuevos. Y suspiraré, tal vez de alivio, tal vez de nostalgia, tal vez de ambas, cuando contemple mi reflejo en otro espejo y desde un distinto panorama. Y me acostaré y miraré el techo, y quizá piense en ti o no, ¿quién podrá saberlo? Pero ya no diré lo mismo del cielo, sea falso o verdadero”.
– ¿Qué haces?
–Alguien los ha arrojado.
– ¿Y qué? ¿Para qué los recoges? Sabes que son solo trozos de papel, ¿no?
Asintió quedo en silencio mientras su acompañante lo halaba del brazo para continuar. Sin embargo, no se movió sin volver la vista hacia arriba, justo a donde había visto medio brazo y parte de una castaña cabellera que de hace tanto conocía. En el trocito de papel que había tomado de la solapa de su chaqueta reconoció su letra (no la de él, sino la de ella) en una sola palabra de cinco letras. Pensó en cuántas cosas habían vuelto a ser cosas y en cuántas habían cobrado sentido después de ella, y suspiró de nuevo... tal vez de nostalgia, tal vez de alivio, tal vez de ambas. Iba a guardarse el pedazo de papel en el bolsillo, pero en lugar de ello dejó que el viento escogiera su destino.




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