Otra Brisa

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Fotografía de Martin Stranka

Desde que había encontrado el trozo de papel adornado con una palabra de cinco letras cuyos trazos no le eran en absoluto indiferentes, su estado de ánimo había sufrido un cambio abismal. La presencia de su acompañante comenzaba a hacérsele tan pesada como los kilogramos que componían su figura y su constante insistencia en reprocharle el comportamiento ante algo a primera vista tan nimio junto a los comentarios sarcásticos e inoportunos que emitía a una velocidad de casi más de tres vocablos por segundo, lo estaban sacando de quicio.
Se preguntaba de dónde le salía esa necesidad por hablar de más y, a falta de respuesta, se encontró empujando desesperadamente con ayuda de sus dedos el cúmulo de trocitos de papel que habían caído al suelo hasta algún lugar remoto de su garganta. La meta, pensaba, era que sus cuerdas vocales quedaran por completo inhabilitadas para emitir el más mínimo sonido.
Se regodeó un instante ante la idea sin reparar en su falta de escrúpulos hasta que la voz de la realidad lo hizo reaccionar.
–Ni sé qué podrían interesarte unos cuántos papelitos que a un cerdo cualquiera le dio por tirar a la calle. ¡Es que ni consideración tiene por los transeúntes! ¿No tendrá papeleras dentro de su casa o así será la cantidad de basura que guarda en ella que necesita echarla por la ventana?
–Me gustas cuando callas porque estás como ausente... –Silbó, esperando que su ruidosa y latosa acompañante captara la indirecta.
– ¿Ausente...? ¿Cómo no voy a estar fuera de mí si encima nos haces detener para recoger escombros ajenos? ¡Hasta un niño de tres años que se la pasa jugando en el suelo sabría reconocer un desperdicio cuando lo ve!
–Si supiera Neruda cuánto le estoy envidiando ahora ese verso... –gruñó.
– ¿Que quieres un beso?
“¿Eh? ¿Y ésta es sorda o escucha mal por hobby?”
 Y mientras replicaba para sí “¡silencio, lo que quiero es silencio!”, se hizo el desentendido.
– ¿Sabes? Es increíble que te resulte menos descabellado considerar guardarte un insignificante pedazo de hoja de los mil demonios antes que besarme así no más en la acera.
Se encontró librando una lucha dentro de su cabeza para escoger la forma más sutil o conveniente de explicarle que no le resultaba descabellado besar en la acera, sino en sí besarla a ella. Que salir con una loca sin levantar sospechas era una cosa, pero exponerse a que públicamente lo relacionaran con ella con los shows que la ayudaba a concertar el timbre de su voz en exceso chillona – ¡ahhh!, suspiro cansino nada más de imaginárselo–... ya era otra.
– ¿Qué tenía de especial?
Como réplica frunció el ceño mostrando exagerado desconcierto. La expresión de su rostro iba acompañada de la boca semiabierta en una especie de mueca y un leve cabeceo hacia los lados en señal de incredulidad.
– ¡El asqueroso papelito! –Insistió ella–. Algo tenía que tener para que de pronto te interesaras por los demás y se te descompusiera el semblante en menos de un santiamén.
Alguna emoción bullía por salir a la superficie de su tez, pero se las arregló para mantenerse estoico. Luego de un rato largo en el que pareció que no acotaría palabra al respecto, dejó oír un:
– ¿No decías que eran simples desperdicios?
La mujer se rindió decepcionada, lo atravesó con la mirada haciéndole un reproche callado y quedo con las pupilas a punto de derretirse y presta le dio la espalda. Él sintió un tanto de pena por demostrarle tan abiertamente su indiferencia, pero se reivindicó pensando que habría cargado sin disgusto con los kilos de su persona si, por el contrario, su personalidad no fuese tan insoportable.
La observó alejarse sin pretender detenerla, le pareció que rodaba con torpeza sobre el suelo a medida que su impulso por abandonarlo le hacía ganar velocidad hasta precipitarse calle abajo. Su errático sentido del humor lo hizo desear gritar: ¡abran paso! ¡Abran paso! No obstante, se contuvo. Entretanto, cual juego macabro del recuerdo, con cada giro nuevo que aquella daba, su interior daba un vuelco hacia atrás en el tiempo acercándolo a momentos otrora sufridos y, por demás, viejos.
Cuando se percató de la treta en la que estaba metido se arrepintió de no retener a su acompañante porque justo cuando desapareció de su vista, su remoto pasado hizo presencia de forma absoluta. De su ya no reciente presente solo le quedaba un entrañable trozo de papel echado al viento y un “qué tenía de especial” como pregunta.
La respuesta nació con un nombre al lado del cual el atributo en cuestión perdía significado y valor, y cuya simple mención fungía en él como un disparador de emociones de las que nunca salía ileso.
Como si fuera víctima de un ataque inesperado, una descarga certera empezó a hacerlo trizas por dentro. Culpó al destino y a su suerte, su memoria se tiñó de castaño y de ojos ambarinos. La añoranza se le vistió de luto, el vacío le supo a ausencia mezclada con humo y la acidez de la halitosis mañanera luego de una borrachera. De pronto le dolieron los kilómetros de nostalgia, los litros bebidos de soledad, los segundos eternos en los que la echó de menos y los días por llegar en los que la echaría de más.
Vio llover sobre mojado en la ventana en la que desaparecía medio brazo desamparado sin sus manos y sintió que, para colmo, le entraba agua en los zapatos. Un trozo de papel inmundo llevado por el agua que corría sobre el pavimento tropezó con una de sus suelas, todavía se leían en él, aunque con tinta corrida, cinco letras que lo hicieron dirigir su cabeza hacia arriba solo para descubrir que la inmensidad azul que lo cubría se había convertido en un techo mustio y sin vida. 
–Disculpe, ¿qué es lo que ve?
Bajó la vista, había sol, el suelo volvía a estar seco...
¿O siempre lo estuvo?”
–Es un bonito día, ¿no es cierto?
La confusión le azuzó el remolino de sensaciones que invadían su interior.
Necesitaba dejar atrás aquello de nuevo o mejor dicho, sacarlo de sí; un cambio de aire para despejar la mente. Dio media vuelta girando sobre sus talones y odiando a sus errabundos pasos por llevarlo más allá de la Avenida Tres Piensos, justo frente a la plaza de los almendros.


Aldo Simetra



Relacionada con: Un Soplo de Aire


3 comentarios:

  1. Recuerdo esa brisa, o soplo de aire, que llevó la misteriosa palabra de cinco letras hasta nuestro amigo. Azar o destino, que mas dá. El caso es que ambos se conjugan para crear este relato. He disfrutado con su lectura, no le quepa duda, pero creo que, viendo donde ha acabado el trocito de papel, desisto de conocer la misteriosa palabra que ocultaba la misiva. Aunque, bien pensado... es lo de menos.
    Como siempre, un placer leerlo Aldo
    Un abrazo

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    1. Sí que es lo de menos; lo cierto es que esa palabra tiene más importancia para ellos que para nosotros, de ahí que pase desapercibida. Sin embargo, y viendo que ha desistido, le cuento que me he aventurado a insinuar a qué se referían esas cinco letras justo después de que vuelve a leer el trozo de papel con la tinta corrida.
      Le agradezco mucho el leer y el comentar, Isidoro. Y créame que el placer es mutuo.
      Un abrazo desde por acá.

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  2. Ahhhhh, ya lo he cogido compañero. O sea, que sólo hacía falta mirar hacia arriba para saberlo, eh. Una palabra que se repite creo que tres veces en la carta, una en cada párrafo, casi al principio y casi al final. Bueno, bueno, muchas gracias por la información, ya que quedo más tranquilo, je, je... Claro, no podía ser otra
    Un abrazo

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