La Anciana de las Caras

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Fotografía de Stefano Bonazzi

La mayoría no se lo creería si se lo cuentas, pero en cierto desierto hay una parada obligada de peregrinación en donde una anciana se dedica a vender caras con la propiedad oculta de modificar el rostro de quien las usa: 
–“Según el gardo de espirritualidad de la persona o la conexión por establecer enter su interrior y la carra àd-quirrida, se porducirran èx-persiones totalmente nuevas o dès-conocidas que son manifiesto de diferrentes tipos de sabidurría. Cada carra es única e ì-rrepetible y cada cual esconde un nomber o sìg-nificado escirto en una lengua antigua y casi muerta solo conocida por terce personas en toda la tierra, y cuyo parraderro es un verdaderro misterrio. Además, señorres, tienen el poder de...”
– ¡Pruébese una! –Le interrumpió una muchachita vivaracha. Aunque la arrugada mujer continuó su parlamento, haciendo caso omiso de la inusitada solicitud.
– ¡Oiga! ¡Póngase una, póngase una! –Insistió la pequeña. A lo que sus reclamos fueron acallados con una réplica terminante:
–Yo ya llevo la mía. No poder complacerte, niña.
La interpelada, con la boca fruncida en un gracioso gesto y los ojos suplicantes, explicó su interés en ver cómo funcionaban aquellas raras máscaras. Sin embargo, la anciana, sin inmutarse, la instó a comprar una para averiguarlo por su cuenta.
Haciendo una mueca y apartándose de la escasa multitud, la chiquilla se introdujo las manos en los bolsillos laterales del pantalón. No tenía intención de sacar una moneda de ellos, solo era un hábito vano con el que intentaba camuflar su vacío cada vez que algo le recordaba sus carencias.
Mientras veía, no sin cierta decepción, disminuir la mercancía de la mercader a medida que aparecía un nuevo comprador, su mirada resplandeció sin delatar sus pensamientos. Se aproximó de nuevo al tarantín de máscaras y ubicándose muy cerca de aquella le espetó:
– ¿Y si se quita la que lleva puesta?
La mujer se estremeció y la niña se recreó recordando la noche anterior. Sin motivo claro se le había ocurrido seguir a la anciana al final de su jornada hasta una vivienda de barro mustia con deformes agujeros por ventanas en las paredes, de cuyo material se componía también cada objeto existente en su interior, desde la austera cama hasta los platillos situados en la agrietada mesa del comedor. El lugar era igual de deslucido por dentro como por fuera, más, si cabe, por la semioscuridad reinante. Por un momento perdió a su objetivo de vista y le costó distinguirlo en la penumbra de un rincón, donde amasaba una especie de mezcla en un cuenco. Pensó que se estaba preparando la cena, pero pronto salió de su error al ver en qué se convertía el amasijo.
Rememoró el fugaz aleteo sobre su oreja izquierda que, seguido de un interrumpido grito de alarma, rompió la quietud de los alrededores. De nuevo vio a la anciana poner un alto en sus tareas al ser despojada de su imperante calma y se encontró apretujándose temerosa debajo de la contrahecha ventana, con ambas manos sobre su boca imprudente, una vez suspendidas de forma forzosa sus labores de espionaje:
– ¿Quién hay ahí?
Respondió el aire llevando rastros de un incompleto silencio.
– ¡Quien sea mejor que se espante, nada se le ha perdido en estos larres!
El arrastre de unos pies en su dirección; otro aleteo, ahora por encima de su cabeza, la había obligado a aguantar la respiración.
– ¡Shu, shu, animal del demonio!
Se quedó en vilo, el corazón latiéndole a violento ritmo.
– ¡Fueeer-rra! ¡fueeer-rra!
Arrancó a correr medio agachada, sin atreverse a voltear hacia atrás la cabeza, a la vez que una ráfaga de viento seguida por un ramalazo de plumas negras se dejaba sentir sobre su hombro derecho. “¡Anda a rondar a otar vieja, ave carroñerra!”, había escuchado a lo lejos acompañado del seco crujir de objetos que chocaban con estrépito sobre el suelo.
La sensación de la tierra y el aire frío de la noche arañándole el rostro y abrasándole los pulmones mientras se entregaba a una frenética carrera, ponían fin al recuerdo.  De forma tardía había comprendido que los bramidos y las vasijas que lanzaba la mujer por la ventana no estaban dirigidos a ella, sino a la inoportuna ave que por poco le arranca media oreja. Como en un acto reflejo se acarició con cuidado esa parte del cuerpo.
Al no recibir respuesta, apremió maliciosamente a la anciana:
– ¿A qué espera? Si ya lleva una, quítesela, ¡ande!
–Éstas carras fuerron cerradas parra fundirse con quien la use si la conexión es completa. Deben saber, señorres, que llevan un nuevo rostor y no una simple mascàrra.
Una pareja encontró en aquello un argumento de peso para decidirse a comprar el artilugio y otros tres peregrinos se apresuraron a adquirirlo.
La chiquilla, hallándose impotente ante la astucia de la anciana, la atravesó con la vista; y ésta, le sostuvo la mirada con aires de suficiencia.
– ¡Vieja charlatana! –Explotó– Sus máscaras son una farsa.
– Son más garn-nès tus palabars que tu boca.  ¿Dices eso de todo lo que no puedes compar?
–También de lo que no se debe vender.
– ¿Y qué hay en este mundo, niña –expresó la palabra en tono despectivo– que no pueda ser vendido? Si te adentars en el desierto, encontarrás incluso quien te venda una gota de lluvia. Dime, ¿pagarrías por una gota de lluvia?
–Solo si es auténtica.
De pronto empezó a reducirse la clientela.
– ¿Preferrirrías una gota de lluvia antes que una de mis ès-pectacularres carras?
– ¡Preferiría que no me timaran con tierra y agua!
Ya únicamente quedaban ambas discutiendo.
– ¿Con òtar cosa, quizá? –No contestó– ¡Vamos, niña! Me harrás cerrer que no debí lanzarle mi perciado tarro al cuervo, sino a ti.
La sobresaltó su comentario. Se preguntó hasta qué punto había sido consciente de su presencia la noche anterior y la inquietó la idea de que intentase protegerla del ataque del ave.
–A menudo –prosiguió, haciendo gala de una asombrosa calma– te encontarrás con dos clases de personas: las que usan lo que tienen parra conseguir unas monedas y las que usan unas monedas parra conseguir lo que tienen.
Recelosa, masticó un instante las palabras de la anciana. Le vino a la mente una imagen de su morada y la manera en que vivía.
–Pero... los está timando –soltó por lo bajo.
–Las buenas personas no necesitan rostors nuevos. –Le dirigió una sonrisa comprensiva de labios marchitos y concluyó–: Se timan ellos, niña. Yo solo vendo.



Aldo Simetra






2 comentarios:

  1. Como siempre, un ejercicio muy placentero el leerle, Aldo. Al principio pensé que se le había ido totalmente el formato a su editor de texto, ja, ja, pero luego ya me di cuenta de que usaba un lenguaje propio y muy característico su anciana. Por otra parte, un relato que, como todos los suyos, invita a la reflexión, sobre todo con esa última frase. Hermosa fábula, la anciana, la niña el cuervo... y esa casa de barro. Tremendamente visual. Excelente en el contenido y en la forma. Mis más sinceras felicitaciones
    Un abrazo

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    1. Jeje, mi editor de texto está bien, por fortuna; aunque bastante canas verdes me sacó negado como estaba a aceptar el modo de hablar de la anciana. Me contenta que encuentre un motivo o una fuente de reflexión en mis relatos. No sabe cuánto le agradezco el comentario, Isidoro.
      Un abrazo desde estos lares.

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