Cena Servida

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– ¡Que sepas que no me gustó la escenita! –Me dice no más cerrar la puerta al entrar.
Debe ser que a mí sí. Todavía se repite en mi cabeza el morbo con el que el tipejo la miraba, el descaro y poco disimulo con que fijaba la vista en sus tetas o su trasero. Tuvo la desvergüenza el muy infeliz de acercársele más de lo debido y encima atreverse a acariciarla en mi presencia con una familiaridad digna de dejar manco a cualquiera. Demasiado me había controlado ya cuando, fingiendo que alrededor había mucho ruido, tuvo la desfachatez de susurrarle en plena reunión al oído. Mis puños ya habían tolerado y contenido todo lo que podían y, por supuesto, era de esperarse que soltaran su ira y se expresaran directo y contundente en un lenguaje comprensible y más que adecuado para aquel animal. Desencajarle la mandíbula fue muy poco para lo que se merecía, por los muchos dólares en los que el cobarde haya insistido que ascendían los costes de su traje importado y su camisa; otro imbécil que en definitiva usa la vestimenta para presumir de lo que carece. Había salido ileso, a mi ver, y ya que se opusieron a que le siguiera poniendo los puntos sobre las íes y se las acentuara ligeramente con un sobreentendido "lo mío no se toca" a punta de golpe limpio, preferí no compartir espacio con semejante individuo y largarme llevándomela, sin derecho a pataleo, conmigo.
Sin embargo, discusión sí que hubo y seguiría habiendo. El interior del carro se convirtió en un campo cerrado de batalla en el que las agujas del velocímetro aumentaban de manera proporcional a la intensidad de nuestra cólera y el acaloramiento era tal que el aire acondicionado pareció descompuesto. Alcanzando la cúspide de la locura en nuestra disputa, por momentos perdí atención en la carretera, se escuchó el chirriar de unas llantas, varias bocinas siendo aporreadas a modo desesperado, desentonado y ensordecedor; de reojo vi a un auto girar en U, respondiendo no sé a qué estímulo pisé a fondo el freno apartando el pie del acelerador, nuestros cuerpos impulsados hacia delante a poco de estamparse contra el parabrisas pusieron pausa a nuestro enfrentamiento de dimes y diretes, en medio de la calle un grupo de tres adolescentes permanecían inmóviles en estado de shock. Por poco...
–Casi chocamos.
Aunque he estado a punto de llegar a la misma conclusión, no lo admito.
– ¡No íbamos a chocar! Y en todo caso, la culpa habría sido de aquel mequetrefe y tuya por insinuártele.
– ¡Jamás me le insinué!
–Tampoco impediste que él lo hiciera.
– ¿Para qué? ¡Con lo bueno que estaba...!
La miro indignado, quiero romper algo y al instante recuerdo que lo que quiero romper lo he dejado a unos cuantos kilómetros de ahí. Me encamino hacia la puerta a pasos rápidos y decididos impelido por la furia. En el ínterin me pregunta a dónde voy.
– ¡¿A dónde más?! –Gruño en automático–. ¡A desfigurarle el rostro a-ese-infeliz!
Justo cuando estoy girando el pomo, un tacón impacta contra la puerta volviendo a cerrarla de golpe. Deshago la trayectoria del zapato y la atravieso con los ojos, ella también. El “te quedas aquí” queda implícito mientras hago nota mental de que tiene puntería.
–Y para que lo sepas, solo estaba siendo amistoso.
– ¡Amistosas mis pelotas! En la próxima salida me comportaré igual con tus amigas, seguro que a ellas les gusta.
Me observa de soslayo como sopesando mis palabras. No obstante añade:
–No sé para qué armas tanto escándalo. ¿Con quién estoy ahora, a ver?
¡Conmigo, claro, pero porque me la he traído!
–No sé si me estás llamando regalada o ingenua.
Me obceco, no había planeado verbalizar ese pensamiento. Ni le contesto ni le replico. Estoy en verdad frustrado, no se me quitan las ganas de romper algo, así que elijo borrarme de escena.
–Voy a preparar la cena. –Anuncia mientras me alejo. No me gusta su tono indiferente. Me pregunto si es que no le importa o no lo entiende. ¡Mujeres!
En la sala de estar me echo en el primer mueble que encuentro, me restriego la cara con las manos sudorosas, inquietas. Tomo el mando del tv para ocuparlas en algo. Ni los deportes hacen que me concentre en otra cosa. Transmiten un partido de baloncesto en verdad patético o no sé si es el reflejo del cómo me siento. A mi espalda, por encima de la voz del narrador, oigo de nuevo la de ella.
–Ya está.
Finjo que estoy metido de lleno en el juego más mediocre que he podido ver y contesto sin voltear.
–No tengo hambre.
–Te he traído la comida hasta aquí.
–Llévatela. Da igual –contraataco a desgana.
– ¿Estás seguro? Mira que ya la serví. –Pone especial énfasis en ese “mira”, pero la ignoro. ¿A que eso le molesta?
Un jugador encesta el balón en la canasta de su propio equipo, regalándole sin más los puntos al contrario. Es para matarlo. El abucheo es colectivo y yo me hago eco desde el otro lado de la pantalla. Ahí es cuando la escucho solícita y autoritaria:
–Ven-a-comer.
Sin darme tiempo a réplica o reacción añade:
– ¡A-ho-ra!
Volteo para lanzarle una mirada amenazante e impertérrita que la paralice en seco, aunque mis intenciones se desvanecen en el camino. Se me presenta al estilo de pasaje bíblico como Eva recién puesta en el paraíso, me profeso fiel creyente para contemplarla tal cual Dios la trajo al mundo. Por si no bastara con la desnudez, su figura, y la pose desinhibida en el portal, la guinda del pastel la compone una manzana roja acabada de morder que baila peligrosamente entre sus dedos. La mía sube y baja con vértigo a través de mi cuello.
– ¿Q-qué...?
–Te dejo claro que eres con quien elijo irme a casa y que por mucho que alguien fantasee con lo que ocultan mis prendas, solo tú puedes verme así.
En el “así” la mano libre hace un ademán descendente con el que intenta abarcar gran parte de su silueta.
–Estoy realmente molesto... – ¡Y ahora más!
Resopla. Sostiene la manzana con los dientes y se agacha a recoger algo. La veo haciéndose de nuevo con su ropa y sin embargo...
– ¿Qué haces? –Me he levantado como un resorte del mueble al decirlo, el partido se convierte en, o continúa siendo, ruido de fondo. Con demasiado sarcasmo me reprocha:
–Guardo la cena para más tarde, es obvio que no tienes hambre.
Aparta la vista con desdén y a medio giro en el umbral la detengo. Permanezco quieto sosteniendo dubitativo su muñeca. Sé lo que quiero hacer, mas no quiero que se salga con la suya. Me choca y... me encanta que use esas armas para ganar terreno. En mis instantes de vacilación deja resbalar uno de sus pies por los míos, acariciando con malicia y de forma ascendente mis pantorrillas a través del pantalón. La observo serio y ella a mí, expectante. Le arranco la manzana de las manos, retrocedo un paso y le doy un par de bocados.
–Estaré bien con esto –le señalo con brusquedad sin dejar de masticar, agitando el fruto frente a sus ojos para que quede explícito a qué me refiero.
Incrédula y boquiabierta, sube las cejas reflejándose a igual tiempo sorprendida y dolida. Se torna fría, da la vuelta y atraviesa el umbral. No pasa un segundo antes de darme cuenta de que, a pesar de que se me ha abierto en gran medida, y en muchos sentidos, el apetito, he empezado a degustar del plato lo que menos me apetece. La alcanzo en el pasillo, a mitad de camino del cuarto. De espaldas, la tomo entre mis brazos, el contacto con su piel libre de vestiduras activa mis sentidos y mis más bajos instintos.
–Ya se te ha enfriado la cena. –Me recrimina hiriente e impertérrita pese a que mi boca se llena con su oreja y parte de su cuello o se vacía en ellos, y sus pechos descansan... no, eso sería ser demasiado sutil; son estrujados con avidez por mis manos todavía inquietas que pronto inician un desfile sin orden ni concierto por otros rumbos de su cuerpo con destino a su entrepierna. En respuesta a su reproche pienso que lo que deseo comer puedo calentarlo perfectamente yo mismo, aún así le hago una súplica velada.
–Amarra tu lengua, mujer, que todavía ardo de ira.
– ¿Estás seguro que nada más de ira? –Acompaña la frase hostigándome con un vaivén localizado y preciso, y entiendo que ha tomado plena consciencia de la en-verga-dura del asunto. Decidido a ignorar su comentario me pongo manos a la obra para devolverle a los alimentos servidos la temperatura justa.
– ¿No que no tenías hambre? –Me espeta en tono de burla. Mastico la respuesta y a su vez la invito a servirse en mi mesa. Me atraganto, me ahogo más allá de sus labios y, usando su lengua de salvavidas, le recuerdo que con la boca llena no se habla, por si no tenía la lección aprendida.
Capta mi solapada solicitud de silencio y nuestros pasos se enredan en opuestas direcciones, le impongo la mía aprisionándola contra una pared cercana y le dejo adivinar lo que nos depara el futuro mientras cada palmo de su piel va leyendo las líneas de mi mano, o viceversa. Girando en seco, evidencia su desacuerdo empujándome hacia la habitación entretanto su destreza aniquila el cierre de mi pantalón. A mis ganas esa ruta les resulta demasiado larga y me hacen estamparla de nuevo contra el tabique. A pesar de su mueca de disgusto, no cedo: para limar asperezas cualquier superficie es buena; y creo que termina entendiéndolo al rodearme con una de sus piernas.
Su templada calidez no tarda en ¡a-coger-me! cuando me sumerjo cual clavadista en sus mundos abisales. Com-(pene)tra-dos boqueamos como peces sin aire. Dentro y fuera nuestros gemidos se confabulan con el silencio. Mis pensamientos traicioneros vuelven al sujeto de la reunión, me invade enérgicamente la rabia suscitada y mal contenida, y cada envite se transforma para mí en un desquite de cada golpe que no alcancé a darle a él: el primero de los gritos de ella representa un derechazo que lo deja aturdido; sus piernas en torno a mí incitándome a hurgar sin piedad en sus profundidades, una invitación imperdible a atizarle a aquel en todo el centro de la cara y romperle la nariz; sus uñas clavándose en mi espalda y rasgándome la piel, un par de rodillazos en la boca del estómago de él que le hacen repetir hasta el vómito los pasapalos de la velada y así, no descanso hasta verlo reducido en el suelo a la par que ella explota entre impúdicas exclamaciones y respiraciones entrecortadas, vitoreando convulsa mi nombre como único ganador en tan insigne batalla; ambos, aunque en diferentes sentidos, igual de hechos polvo por mi causa.
Vaciado y viciado de doble satisfacción dejo caer mi cabeza sobre su hombro. Ella, confiada en que ha domado a su bestia, también reposa sobre mí y me susurra muy cerca de la oreja, aún entre estertores, un: “¿ves?, no ha sido para tanto”. La siento sonreír ufana sobre mi cuello y no puedo evitar que me arrebate su descaro.



Aldo Simetra




4 comentarios:

  1. Es curioso que como ya os he dicho alguna vez, me cuesta saber quién de los dos escribe, pero en este caso, estaba claro que era Aldo por la reacción tan masculina en todo momento. Me gusta adivinar diferencias entre ambos autores (a cada cual mejor)y en este caso me lo has puesto fácil. La narración es tan detallada que bien pudiera filmarse, al mismo tiempo que una voz en off (algo insegura y autocrítica) podría ir narrando todo lo que no es visible. Es muy bueno. Saludos.

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    1. Épale, Javier! Si sirve de algo, a nosotros a veces también nos cuesta trabajo distinguirnos. Te agradezco mucho el comentario. Y aunque me resulte algo ambiciosa, me gusta la idea de que pueda filmarse.
      Saludos y un abrazo desde por acá.

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  2. Acercarme a uno de sus textos es garantía de pasar un buen rato. Buenísimo este relato de contrastes: aquella pelea que se quedó en ciernes con desahogo frustrado y esa otra lucha de orgullo y pasión con final victorioso para ambos contendientes. Siempre me gusta su forma de desarrollar, tan vertiginosa, apabullante e ingeniosa, con esos giros del lenguaje que, como ya le he dicho, maneja a su antojo y esos diálogos tan frescos y simpáticos. Me quedo con ese (entre otros) juego con la palabra “envergadura”, que me ha hecho soltar una de tantas carcajadas leyéndole. Creo que a los lectores masculinos no nos ha resultado muy difícil meternos en la piel de su protagonista (el masculino, claro está) y no querer salir de ella a la vista de su protagonista femenino.
    Muchas gracias por regalarnos su talento Aldo
    Un fuerte abrazo

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    1. Hombre, de nada! Más bien mis sinceras gracias a ustedes por leer, más si disfrutan del relato hasta el punto de vivenciarlo o compartir protagonismo con el personaje. Me da gusto que también le haya causado gracia, Isidoro, en especial la... llamémosle disposición de esas palabras. De la que menciona, siempre he creído que le darían la importancia que merece si la mayoría de las veces en que es usada se tuviera plena conciencia de su alcance. Agradecido de tenerlo por aquí como lector.
      Un gran abrazo desde por acá.

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