¡Cuidado Con La Víbora!

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¡Ay, ay, cuidado! Un poco más y paso a ser comida para aves carroñeras, casi me clava sus venenosos colmillos en el tobillo. En un acto reflejo me he echado hacia atrás a tiempo, he logrado salvar el pellejo y salir ileso, pero no me confío: ahora me lanza una mirada asesina mientras sisea con su lengua viperina. Me estudia por unos instantes, decide que soy inofensivo o muy poca cosa para darse gusto; se retuerce, da la vuelta, menea presuntuosa la cola y se mete en la madriguera.
Me deja preguntándome si es más sensato hacerle salir y acabar el asunto o entrar en la guarida a darle pelea. Llamo por lo bajo, al instante un par de ojos hirientes salen al ataque precedidos por ese bendito siseo insoportable; retrocedo, empiezo a darme cuenta de que estoy en una especie de juicio en donde la más mínima palabra dicha o el menor de los movimientos serán el equivalente a mi condena.
Una y otra vez la cosa se repite, pareciera que jugáramos al escondite. Al final me canso, me armo de valor, invado el lugar que ha tomado como refugio y me le enfrento. Esquivo de nuevo su picada ponzoñosa y antes de darle oportunidad a que vuelva a atacar hago música para sus oídos, la mareo lentamente con el sonido.
Se va domesticando, a punto de bajar sus defensas, pero todavía está atenta.
– ¿Qué? ¿Se te ha perdido algo acá adentro? –me azuza. Soy prudente y prefiero no picar. La miro de hito en hito, fijamente, como si pudiera quitarle la piel con solo verle. Ella precavida cambia de táctica, se enrolla en el nido.
–Sigo queriendo matarte. –Entonces, sabiendo que no hay remedio, intervengo.
–Bien. ¿Puedes acabar de una vez o continuar mañana, por favor? Hoy tengo mucho sueño.
A sus espaldas, me hago espacio con ella en el mismo sitio, la estrujo con los brazos entre mi regazo esperando doblegarla, suspiro por entre su largo cuello. Ella se sacude, se gira escurridiza hasta ponerse en guardia.
–Te he dicho que duermas afuera, en el sillón.
–Ya sabes lo mal que me la llevo con ese trasto. –Le suelto mitad broma, mitad súplica, mientras desarmado espero que silbe nuevamente su lengua viperina, como anticipo al letal veneno que guardan para mí sus colmillos. Ella me mira adusta, pero aquello temido no llega.
Desde entonces, todas las noches sin falta me acuesto con mi víbora, ella se enrosca a mi cuerpo y se queda dormida.


Aldo Simetra





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