– ¡Ay, no! ¡No lo soporto más! Tenemos que sacarlo de ahí dentro.
–Ya, mi amor. Tú no lo presionas y verás que él sale solo.
– ¡Claro, como no eres tú quien está sufriendo!
– ¡Ah, no! Tampoco dramatices que a esta edad no te contratan en las telenovelas. Tú relájate y él solito colabora. Es más, apostemos: si pasa como te digo, tendrás que levantarme la dieta.
–Y si no, ¡tendrás que tragarte sin chistar los vegetales!...

Se estaba cansando de ese lugar oscuro en donde no se distinguían los colores. Apenas entraba el aire y se sentía asfixiado, ahogado al seco en un hoyo que se le ofrecía acogedor al principio, protegido del exterior, pero que ahora parecía hundirlo en la desesperación. ¿Cuánto tiempo había pasado allí? ¿Años, meses? Los instantes y minutos figuraban descartados porque tenía la impresión de que había padecido las injurias del encierro por siglos. La salida se le desdibujaba como al final de un túnel: Por momentos, si su resolución no flaqueaba, se tornaba nítida; pero entonces lo invadía el miedo ante la incertidumbre y sentía vértigo al ver que se emborronaban los contornos.
–Diles que vas a salir para que me dejen ir contigo.
Su hermana interrumpió brevemente sus pensamientos y lo hizo percatarse de que llevaba como quince minutos frente a la mesa, ajeno a todos y sin probar bocado. ¿Salir? Hace rato que venía barajando la palabra al punto que era lo único que le alumbraba la mente, mientras le replicaba insistentemente en los oídos: salir, salir, salir, SALIR...
En un intento de acallarlas gritó para sus adentros: “¡Ya no aguanto!” Pero sus cuerdas vocales debieron haberlo traicionado porque todos en la mesa se quedaron en vilo observándolo. Luego se encontró escupiendo sin apenas tomar aire la frase: "¡Soy gay!".
– ¿Cómo...? –Soltó el padre dejando con una alegría mal disimulada el tenedor, donde habían un par de vegetales ensartados, en el plato.
–Eso. Que no me gustan ni cinco las mujeres. Que me van los hombres. –Mientras soltaba las palabras a voz en cuello, la misma fuerza con que las pronunciaba le hizo levantarse del asiento incapaz de permanecer allí más tiempo, espantado ante las expresiones reflejadas en el rostro de sus familiares.
– ¡Ah, no! ¡Bajo mi techo no te lo permito! –Consiguió decir finalmente el padre, atajándolo en mitad del movimiento.
–Iré por mis cosas –replicó el muchacho resignado, habiendo de antemano esperado esa reacción. Jamás esperó que lo entendiesen.
–No te permito que abandones la mesa sin pedir permiso.
–Ah, pues: ¡permiso, señor!
– ¡No te lo doy! Mejor siéntate, que ahora es que vamos a zanjar esta cuestión. –El chico obedeció, consternado, con ganas de salir corriendo hacia cualquier lado.
–Cuénteme: ¡¿qué hice mal carajo?! ¿No le mostré suficientes mujeres?
–No, papá –el muchacho ocultó un asomo de risa– Al contrario, me mostró más de las que yo habría querido ver.
–Ya. ¿Y sí está seguro? Es decir, ehh... –El muchacho percibió la dificultad del padre para terminar la pregunta e intervino:
–Sí, papá. Estoy seguro.
–O sea que no hay remedio, pues. Lo perdimos. –Concluyó el padre resignado. La mujer le llamó la atención ante su poca sutileza.
–Ok, ya, tengo un hermano gay. –Intervino la hermana indiferente y hastiada de la conversación–. ¿Me dejan salir?
– ¡No! –Respondieron al unísono la madre y el padre.
–Creí que ahora que andaban tan de mente abierta eso no sería un problema.
–Tu hermano solo ha salido del armario. Tú pretendes marcharte de casa. –Explicó el padre.
–Ah, listo. Me vuelvo lesbiana y me dejan salir a donde me dé la gana.
–Pues mejor, fíjate. Así no tengo que andar velando que no quedes preñada.
– ¿Pero qué…?
– ¡A ver! Que hay más chicos en cueros en los posters de tu cuarto de los que he visto en una playa. –La muchacha se quedó pasmada y cerró la boca.
– ¿Y sí puedo seguir confiando en usted y en la educación que le he dado? –continuó el padre. El muchacho asintió, un tanto intimidado, no tenía mucho más por decir.
–Bueno, mi amor, me complace informarte que estos vegetales no me los pienso comer –le replicó a su mujer ufano–. He ganado la apuesta como ves.
–Pues lamento hacer de tu conocimiento, cielo, que eso fue lo único que preparé de cena y no pienso volver a la cocina hasta mañana, ¿qué te parece?
– ¡¿Ya lo sabían?! –masculló el muchacho.
– ¡Más vale! –respondió la madre. El muchacho los miró confuso–. Cariño, ni tu padre ni yo podemos pasar más de cinco minutos en el cuarto de tu hermana y eso que yo soy mujer. Y a ti te he pillado más de una vez acostado en su cama sin comprender, hasta que reparé en que mirabas con embeleso el afiche del chico apuesto que tiene pegado del techo.
– ¡Mañana le pongo llave a mi cuarto! –se quejó la muchacha. Su hermano apenado se quedó callado hasta que al final preguntó:
– ¿Y sobre qué era la apuesta?
–Sobre si había que sacarte o saldrías por tu cuenta. –Respondió el padre.
– ¿Qué apostaste tú? –Inquirió curioso.
–Lo segundo, por supuesto.
– ¿Y por qué estabas tan seguro?
–Sencillo, hijo: porque yo no he criado un marica.
El muchacho se sorprendió de que su padre no lo catalogara con la etiqueta que usaba la gente para referirse a otros con la misma preferencia que él y se le quedó viendo entre admirado y agradecido. Advirtió que había estado aguantando la respiración ante la expectación y se permitió por fin soltar el aire y relajarse.
– ¿Qué cree, Camila? –Se dirigió el padre a su hija–. La dejaré salir.
– ¿De verdad? –Preguntó esta sin esconder su exaltación.
–Sí, pero conmigo –la muchacha le lanzó una mirada histérica–. Vayan por sus cosas que vamos a cenar afuera. ¡No vuelvo a hacer dieta en mi vida!
–Eso crees tú, querido. –Canturreó la mujer por lo bajo.
Cuando iban todos de salida el padre se paró en seco al ver que el hijo, ya pasado el susto, iba atravesando la puerta llevando un sombrero amarillo chillón bastante llamativo y no pudo evitar decir:
– ¿En serio, Humberto? –El apelado se quedó inmóvil sin saber cómo actuar–. Como que usted no va a ser lo último que salga de su clóset, ¿no?
El muchacho se encogió de hombros tímido.
– ¿Acaso importa? Uno no acaba de enterarse de qué hay realmente en el clóset de nadie. –Terció la madre, atravesando el umbral¡Ah! ¡Ese sombrero te queda divino!
– ¿Dónde lo compraste, hermanito? ¿Me lo prestas? Me combina perfecto con unas botas que...
– ¡Ahora sí que me arreglé yo! Menos mal no salieron gemelos porque donde empiecen a vestirse con la misma ropa me costará reconocerlos.
– ¡Augusto! –Le reclamó su esposa– El hombre la tranquilizó con un gesto resignado después de negar con la cabeza y le pasó seguro a la puerta con prisa, pensando: "Mejor salir de casa rápido, antes de que me arrepienta".





Nunca he entendido esa afición o fijación que tienen las mujeres por casarse. Cada vez que sale a relucir el tema, el chiste de que la independencia de la mujer comienza justo donde la del hombre acaba deja de hacerme gracia. Es que aceptémoslo, eso de atravesar una iglesia o ponerte frente a un juez para declarar algo que ya es obvio, no es que te quite el sueño; menos si, como en la mayoría de los casos, la cuestión tiene pinta de pacto religioso o negocio trucado. Y si finalmente accedemos a ello es porque nos han enloquecido por completo y tendemos a creer que la única persona que nos puede hacer recuperar la cordura es la misma que nos tiene el mundo de cabeza. Claro que cuando eso pasa te encuentras con otro desorden y no puedes más que ansiar nuevamente la locura...
–El matrimonio no está en mi lista. –Le había dicho tajante a Clara.
–En la mía tampoco –respondió ella sin asomo de duda. Al principio sonreí aliviado; con el tiempo, creí que mentía. Luego descubrí que no lo hacía, realmente decía la verdad. Las mujeres nacen con la idea del matrimonio en su ADN, no necesitan anotarlo en una agenda para variar.
Así que, a dos años de eso, ahí me encontraba: metido de lleno en un casorio, preguntándome todavía cómo había llegado hasta allí, vistiendo el mejor traje que me había puesto en la vida, con una sonrisa prestada, colorado por la tensión y sudando de puro nerviosismo.
– ¡Que alguien le diga que se calme! Tampoco es que esté yendo al matadero –escuché a alguien susurrar con sorna.  No sé si fue el montón de personas en un espacio tan reducido, la presión de la corbata en mi cuello o el ansia desesperada de salir corriendo lo que no me permitió estar de acuerdo con la frase proferida e imaginarme esperando mi turno para ser sacrificado.
–Sobrevivirá, hombre, sobrevivirá. Se lo dice uno que ya ha se ha paseado por estos rumbos –saltó otra voz. Tampoco le di mucho crédito a eso, mientras intentaba inútilmente aflojar el nudo que tenía atravesándome el pescuezo.
Estuve a punto de que mi voz me pusiera en evidencia cuando la vi atravesar el umbral: ¡toda una reina envuelta en vaya uste’a saber cuántos metros de tela! De pronto recordé la gracia de cuerpo que se escondía bajo aquella cantidad de tejido y si me contenté un poco y me relajé otro tanto, fue porque me imaginé desnudándola sin decoro alguno.
Ella caminaba altiva, segura, sin dar traspiés, con la cabeza fija hacia el frente hasta que nuestras miradas se cruzaron y casi se detuvo. Por momentos me asaltó la inquietud de que haría lo que a mí se me había antojado al inicio y saldría huyendo, pero tras segundos de vacilación continuó el camino rauda, como si de repente le hubiera entrado prisa.
A partir de ese instante me tensé de nuevo y ya no pude apartar la vista de ella. Comenzó la ceremonia y me abstraje por completo de los invitados, del lugar en que estaba, de las palabras del cura; todo lo que me rodeaba hizo un alto y pasó a segundo plano. Ya sabéis: solo tenía ojos para ella.
Mi mente tampoco se quedó atrás, empezó a plagarme de imágenes donde reinaba Clara. Reviví cada minuto que pasamos juntos hasta que se disolvió la incógnita de cómo había llegado allí. Quería estar allí. Con ella. Con su mirada recorriéndome el rostro, su sonrisa cambiando mi semblante, su aliento dándole oxígeno a mi aire, sus manos cálidas y resguardadas entre las mías, su piel a centímetros de la mía. No se me ocurría mejor sitio en donde estar que no fuese uno en el que pudiese colmarme de su cercanía.
Esa certeza me hizo sentir felizmente desgraciado o desgraciadamente feliz, no sabría decir, pero la quería a ella y eso bastaba.
– ¡Hombre, no llore! No le robe el día al novio. –Oí a alguien murmurar, sacándome así de mi embelesamiento para que la realidad me derrumbara por completo. Sentí que estaba yendo sin remedio al matadero y yo, que nunca rezo, esa vez clamé por sobrevivir.
Amaba tanto a Clara que dolía... Sabrá Dios que por nada en la tierra cambiaría de lugar, pero dolía enormemente amarla desde el banquillo de los invitados y no desde allí a su lado, frente al altar.
El murmullo del pillo entrometido se rebobinó en mi mente, una de sus palabras me empezó a seducir y pasó de ser un simple aviso a una sumatoria de delitos. De pronto se fueron alineando en mi cabeza posibilidades de rapto, homicidio, secuestro, adulterio, entre otras infracciones, crímenes e injurias que a medida que iban engrosado una lista imaginaria me hacían dudar de mi salud mental.
Con ese pensamiento y la idea de que ese día alguien diferente a mí, o en su defecto aparte de mí, terminaría sacrificado si no por voluntad a la fuerza, me entristecí. Porque de extraviar la cordura, solo había una persona capaz de traerla de vuelta y si la perdía también a ella, poco importaba si me mantenía cuerdo o si el mundo estaba de cabeza.


Aldo Simetra




Pintura de David Walker


Tú que me ves y callas. 
Yo que callo y no te veo. 
Me quedo muda y me hago la ciega.
Tú parpadeas y tus labios se cierran.
A veces hablas y no te escucho
Es cuando tus palabras dicen lo mismo que el silencio
Me causa sordera oír la nada
Tú me ves y callas
Yo muerdo mis labios y te esquivo.
A veces suspiro y tomo aire de nuevo
Es cuando siento que si no respiro me pierdo
Para no perderme, guardo tu aliento
Me quedo muda, me hago la ciega
Tú me miras y dejas que tu boca hable a su manera.
Yo aún callo y mi mirada te esquiva
Tú parpadeas y tus labios se cierran
Es cuando soy consciente de tu tacto
Te miro y hablo
Ahuyento a mi sordera
Te respiro y me encuentro
Nuestros labios abiertos callan
Y ambos nos quedamos ciegos.






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