Laura Bobbitt

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¡El día en que uste' me ponga los cuernos se lo mocho, Sigisfredo! La frase era una advertencia, un presagio casi ausente que lo acompañaba desde su noche de bodas y solo cobraba sentido cada vez que se despedía de una nueva o habitual amante luego de retozar con ella e impregnarse de más que su aroma por horas. Durante el recorrido del camino de entrada a la casa, se rió en silencio pensando que de ser cierta la advertencia de su mujer lo habría mutilado más de una vez. Al unísono su mente jugándole una morbosa mala pasada le mostró una imagen de su órgano sexual torturado y cercenado y la sonrisa se le borró en el acto.
Sacudió la cabeza, atravesó el portal, un ángel oscuro lo esperaba del otro lado con los brazos cruzados, una expresión llena de rencor en el rostro y un objeto que dejaba entrever la amenaza que se avecinaba entre los brazos.  
– ¿Hoy si vas a leerme a Alicia, papá? –Lo oyó hablar con voz queda. Se despejó los pensamientos y entornó la vista al responder:
– ¿Cómo estás, tesoro? Mejor mañana. Papi hoy está muy cansado para leerte un cuento.
– ¡La niña no te está pidiendo que corras, si acaso que te quedes sentado mientras mueves la boca! –Gritó con sequedad su mujer desde la cocina descuartizando un lomito. Alguna rabia mal curada debía estar cayendo sobre el pobre, que recibía cortes de la hoja del cuchillo como si fuera un condenado bajo la hoz de un verdugo.
Se imaginó su entrepierna en el lugar del lomito, un dolor punzante le empezaba a atacar el pie derecho, lo invadió un ligero estremecimiento. Se recompuso lo justo para ver el libro de cuentos espatarrado sobre su zapato antes de que el ángel negro, acusándolo con semblante enfurruñado, se perdiera escaleras arriba. Lo dejó estar y fue al encuentro de su esposa.
– ¡Uy, está de un malcriada! –Expresó como saludo. Una sonora cuchillada sobre la tabla de corte...
– ¡Mejor malcriada a que nadie la críe! –Otra cuchillada...– ¿Se puede saber en qué andabas?
 –Trabajo, ya sabes... Se me enreda el papeleo. ¡Si hoy leo una línea más quedo ciego!
“Se le enreda el papeleo...” –repitió vacilante la mujer en su mente, presionando a fondo la lengua contra el paladar a la vez que él le depositaba un beso en la mejilla, la estrechaba quedo examinando la carne para luego alejarse y soltar:
–El lomito no tiene la culpa, chica. –Otra cuchillada.
–Mejor el lomito que otra cosa, ¿no crees? ­–El hombre se encogió de hombros y guardó silencio.
¡Claaaro, pero ¿qué le iba a decir?! –pensaba ella– ¿Que se había pasado toda la tarde entre las piernas de la tal llamada "pa-pe-le-o"? –Cuchillada– ¡Ciego debería dejarlo por creerla idiota y dárselas de pendejo! –Otra cuchillada y otra–. Es que si no le sacaba los nauseabundos trapos al sol era nada más para ahorrarse el oír una bobería al mejor estilo de "la carne es débil" –otra cuchillada–, como si ella no supiera de sobra que a lo blandengue aquello no funcionaba –otra cuchillada...
– ¡Pero bueno, Laura! ¡Lo vas a dejar como carne molida!
¡Molido iba a quedar otro...!
Soltó el cuchillo sobre la madera. Planeó su siguiente movimiento, le hizo un ofrecimiento al marido.
– ¿Algo de tomar, cariño? –el "cariño" se le endureció entre dientes.
–Lo que sea con tal dejes de dar golpes sobre la tabla y apures la cena...
¿Dónde había dejado las benditas gotas? Recordó su paradero mientras servía un trago en un vaso a espaldas de su marido y meditaba cuántas había que verter en el líquido para que le hicieran efecto. El que se las vendió le había dicho que eran potentes, pero para cerciorarse vació discretamente la mitad del frasco antes de alcanzarle el preparado a Sigisfredo.
– ¡Arg! ¡Qué fuerte está esto! –Se quejó tensando el cuello y haciendo una mueca de disgusto entre tanto dejaba el vaso sobre el rellano–. Voy a darme un baño, cielo.
– ¿Ahora? –Una subida de ceja con un exagerado estiramiento de cuello acompañó la pregunta. Sigisfredo no captó la ironía.
–Ahora, después, ¿qué diferencia hay?
¡La misma que habría si se hubiese lavado al dejar a la fulana, coño! –Respondió de los labios hacia adentro y agregó que también podría haberle ahorrado la repulsión que le causaba un perfume tan dulzón. Es que además no entendía cómo esperaba él que se le pasara por alto algo tan obvio, sabiendo que ella le conocía hasta el tufillo que desprendían sus pies al despojarse de las medias y el calzado. Continuó soltando o absorbiendo veneno entre pensamiento y pensamiento mientras Sigisfredo subía manso a cumplir con lo anunciado.
Debe andar en sus días rojos o ¿quién sabe? –Conjeturó despojándose de sus prendas en la habitación–. A esas alturas muchas cosas habían dejado de importarle y siendo franco, entre su mujer y su hija no sabía quién era más insoportable. Si hubiese sabido que las iba a encontrar con esos humores le habría traído a cada una un dulce...
A la vez que lo consideraba notó que un papelillo se escapaba del pantalón que sostenía entre las manos, se agachó para recoger lo que era el ticket de estacionamiento del hotel que había visitado y terminó su elucubración con un: ¡...pero el dulce me lo he comido yo...! Sonrió y al levantarse le falló el equilibrio. Dio un par de pasos para mantenerse en pie, pero notó que el cuerpo no le respondía y empezaba a embotársele la vista. Se dejó caer con todo su peso sobre la cama esperando recuperarse en unos cuantos minutos, pero su mente había partido a otra dimensión y comenzaba a hacerle un revoltijo en la cabeza.
Se le fueron mezclando los sucesos del día, iban cambiando de forma, de orden… se le hacía imposible colocarlos en una secuencia correcta y coherente, hasta aparecían fragmentados: de pronto veía el cuerpo decapitado de la amante de turno haciendo picadillo el lomito en la cocina de su casa y al rato, se encontraba al rostro de su mujer cual cabeza de Medusa flotando de un lado al otro en el hotel. Entre tanto disparate se alejó de sí mismo y perdió la noción de todo.
Cuando volvió en sí rogó estar sufriendo todavía algún tipo de alucinación. Fue encontrarse desnudo, atado e inmóvil en su lecho, con la habitación a media luz, su mujer tomando sitio frente a él entre sus piernas vestida con alguna clase de traje de ritual oscuro, una mesa con una serie de objetos punzantes al alcance de su mano derecha y la hija aguardando en un rincón con un traje similar al de su madre. En el ambiente sonaba una suerte de música tribal que ponía a cualquiera a dudar de su salud mental.
Intentó zafarse en vano, empezó a balbucear palabras ininteligibles, se contoneaba dolorosamente para librarse de las ataduras... Su mujer lo miraba impávida y triunfante ante su fracaso por soltarse, juraba que casi la veía sonreír. Algo no estaba bien, eso no podía estar pasándole a él... ¡Vamos! Que era todo una broma, ¡jaja! Que ella no podía estar...
– ¡Pero estás loca! –La mujer no se inmutó– ¡Que esto no es necesario, Laura! Si quieres te doy el divorcio... ¡Por Dios! ¡Te lo dejo todo!
El hombre estalló aterrado, sudaba, empapaba las sábanas…
– ¿Para que se te enrede "el papeleo"? –Le replicó ufana, en aptitud de obvia negativa.
– ¡Quítame estas cosas, bruja desquiciada! ¡No-no pu...! Es... –se le cortaban las palabras– ¡¿Has perdido el juicio?! –soltó al fin.
–Ah, sí, lo olvidaba. –Al decir esto volteó hacia la niña que se mantenía en su rincón callada.
–Querida, el veredicto... –La niña asintió, con actitud ceremoniosa se subió a una especie de taburete y proclamó:
– ¡¡Que le coooorten la cabeeeza!!!
Su madre aceptó el mandato con determinación, estiró la mano hacia la mesilla, tomó uno de los instrumentos...
– ¡Noo! ¡Por favor, por favor! ¡No, Laura...! Tesoro... ¡Noo! Tu madre... está, está mal... Esto, es-to... ¡lo-loca!
Sigisfredo salió de sí, se horrorizó, soltó un sinfín de maldiciones y frases que no llegaban a hilar coherencia alguna. Laura tomó una de los objetos de la mesilla, al hombre le pareció el más afilado de todos, lo levantó sobre su cabeza para tomar impulso.
–Te lo advertí, Sigisfredo... –dijo dejando caer el filo del objeto a una velocidad alarmante.
– ¡Noooo!
Cerró los ojos entre gritos, el espanto le moldeaba la cara, las uñas se le clavaban en la carne con el puño cerrado, los dientes le rompían los labios por la presión, empezó a saborear sangre tanto como a olerla, se retorcía, el sufrimiento le hizo abrir los ojos de golpe para pedir clemencia…
Al separar los párpados la música tribal había cesado, su hija había desaparecido junto con la bandeja de instrumentos y sus ataduras, pero por más órdenes que le enviase a su cerebro seguía negado a realizar las conexiones pertinentes para poner en funcionamiento sus músculos. Su mujer, que volvía a tener la misma ropa que llevaba en la cocina, estaba de pie frente a la cama con las manos ocultas tras la espalda.
Tomó aire para tranquilizarse, hizo una lista de agradecimientos y promesas en silencio, comenzó a mover los labios para proferir palabras, pero su nivel de impresión era tan alto que apenas podía pronunciar sílabas.
–Lau... –suspiró–, cari... Te ju...
–No te preocupes, mi vida. Ya escuchaste a la niña, que solo será la cabeza.
Al decirlo trajo al frente las manos que aferraban con firmeza el mismo cuchillo que torturaba en la tabla de corte al lomito. Esta vez Sigisfredo solo tuvo tiempo de detener sus pestañeos mientras su boca quedaba inmortalizada formando una "o" infinita, un agujero vacío que comunicaba sus entrañas con la nada interminable.
– ¡Ya calla, vas a despertar a los vecinos! –Le oyó decir muy cerca de su cara, estaba casi sobre él susurrándole y el tenerla a tan pocos centímetros de distancia le hizo desear ahorcarla.
Pudo tanto el anhelo que se encontró con sus manos en torno a su cuello, apretó con fuerza, quería causarle tanto o más daño del que ella le había hecho, arrancarle también la cabeza y vengarse de la crueldad que con él estaba cometiendo. La veía asfixiarse a medida que sus dedos le impedían tomar aire, llegó su turno de balbucear, de forcejear para liberarse, de rogar por piedad...
–Si-gis... –le suplicaba débilmente con un hilo de voz– Si... Si-gis... fre-do...
– ¡E-res u-na bru-ja re-tor-ci-da! –Gruñía apretando los dientes– ¡Acabaré contigo, maldita!
La mujer expandió los ojos aferrándose desesperada a sus brazos, clamando por sobrevivir. Empezó a golpearlo temiendo por su vida y en una de esas logró abofetearlo de manera tan descomunal que le volteó medio rostro. Él entrecerró los párpados y usó uno de sus brazos de escudo.
– ¡Por Dios, Sigisfredo! –La escuchó bramar, pero siguió resguardándose tras su extremidad– ¿Qué te pasa? ¡Casi despiertas al vecindario entero!
Enfocó la vista alejando con lentitud el brazo de su cara, su mujer estaba inclinada sobre sí con el semblante afligido. Parecía estar ¿preocupada? –La examinó escéptico, pero frunciendo los labios apostilló en silencio–: ¡Qué buena actriz!
Llevaba el pelo revuelto como si se acabase de levantar en mitad del sueño y vestía una ligera y reveladora camisola. Todavía lo miraba afablemente, se desconcertó y arrugó el ceño. Trató de ubicarse mirando a su alrededor: la lámpara de la mesilla de noche difuminaba parca la oscuridad de la habitación, el reloj despertador marcaba las 2:27 a.m. y ambos estaban medio abrigados entre las sábanas.
Respiró, pero el alivio aún no era completo. Hurgó por debajo de las mantas haciendo un minucioso inventario de su anatomía y, cuando estuvo seguro de que su miembro viril seguía íntegro, exhaló complacido. Una vez opacadas las gotas de sudor que le perlaban la frente y su ritmo vital hubo recobrado normalidad, le expresó a su mujer un sincero "lo siento" y para no dejar margen a malentendidos, en caso de que no lo hubiera escuchado la primera vez, se lo repitió unas tres más. Laura lo tranquilizó melosamente, solícita le prestó oídos a sus confesiones y disparates post-traumáticos nocturnos, le corrió el mal gusto de las pesadillas con caricias, le besó los pliegues y las arrugas del rostro hasta acompasarle el semblante y se dejó abrazar sumisa cuando él buscó su cuerpo como refugio para reencontrarse con el sueño.
Mientras su aliento le hacía cosquillas en la nuca y se la refrescaba pensó en sus "lo siento", preguntándose si se disculpaba por engañarla o por despertarla a esa hora de la madrugada. Lo segundo era una tontería, sin embargo lo primero no tenía perdón: todavía tenía ganas de cortárselo-en-dos. Pero sin duda, tenía mejores ideas.
Sintió cierto consuelo al imaginárselo en el retrete mirando el regalito que le había dejado en la entrepierna: el mensajito "la próxima no fallo" debía de quedarle explícito y sobreentendido cuando se le pasara el efecto de la anestesia. Lo vislumbró examinando la gasa, indagando por su cuenta qué ocultaría debajo y preguntándose aterrorizado cómo le había hecho aquello sin que se diera cuenta… ¡y era para grabarlo!
Con esas imágenes recreándose en su mente, se apretó más a él en la cama, se cercioró de que el cuchillo quedaba bien oculto debajo de la almohada y con la satisfacción del deber cumplido musitándole al oído una nana, se quedó dormida esperanzada.







4 comentarios:

  1. Madre mía!! Qué bueno!! Yo si fuera él me alejaría un tiempo, qué ingenuidad pensar que las mujeres no tienen olfato, ni memoria... Besos.

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    1. Jajaja, hay que ver de qué se alejaría o, mejor dicho, de quién (si de la amante o la mujer)... ¡Muchísimas gracias, Javier! Un abrazote!! ;)

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  2. Buenísimo Fritzy, qué imaginación, desde luego que la mujer se las trae, aunque más de una se ha quedado con las ganas de hacerlo. Me ha encantado. Muchas gracias por compartirlo. Un abrazo compañera y feliz finde.

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    1. ¡Mil gracias, Laura!! Jajajaj, sí es verdad, aunque en mi caso creo que ya me he desquitado por adelantado con el texto. De todas formas, actualmente existen otros métodos :D, jaja... Me alegra que te haya gustado!! Un abrazote, compañera, y feliz fin de semana para ti también.

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