Lotería

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“— ¿Y si te dijera que ganarás la fortuna en el momento justo en que estés a punto de morir?
— ¡Ja! ¡Qué conveniente! Yo nunca juego a la lotería.
—Lo harás en adelante, aunque sea tan solo para saber cuándo estés cerca de perder la vida”. 

Martín ingresaba exactamente a las 15:00 horas al local que hacía esquina junto con la academia de baile en donde su chica impartía clases cuando un mensaje entrante iluminó, primero, la pantalla de su móvil y su rostro, después: “Salgo en 15, amor. Ven a buscarme. No tardes”. Un emoticono de un corazón y otro de un beso como punto final a la frase. Ese día más de uno, incluyendo su novia, quería algo de él, pero él lo ignoraba. “Te espero”, tecleó, guardó el aparato en uno de sus bolsillos y raudo le solicitó a la dependienta un batido especial de yogurt.
Son 219 con 15, señor.
Extendió tres billetes y esperó el cambio. Pedido en mano tomó asiento en una de las mesas e indiferente paseó la vista por el lugar. A su derecha, un muchacho de actitud desenfadada hasta en la manera de sentarse y de vestir tomaba sitio un par de mesas más allá. Frente a él una mujer emperifollada de pies a cabeza, con sombrero, guantes y lentes de sol para rematar su exagerado atuendo, se llevaba una taza a los labios sorbiendo recelosa el contenido. Como en un acto reflejo él también se llevó su bebida a los labios, pero en su caso con fruición. Quizá si no se hubiera deleitado con el sabor del preparado se habría dado cuenta de que afuera, a través del cristal, dos personas más echaban una ojeada indiscreta hacia el interior deteniéndose de forma insistente en su figura: un hombre de aspecto sombrío, y una muchacha apocada de ojos vivaces y prendas que parecían haber visto mejores épocas.
Un nuevo texto hizo vibrar su teléfono: “Bro, me prestas? Se me ha quedado corta la quincena”. Concentrado en teclear “este cajero está inhabilitado para procesar retiros” a modo de respuesta, no se percató de que cuatro pares de ojos lo contemplaban: tres, con inquietud; dos, con suspicacia; uno, con ilusión, y todos con ansias. Juntos integraban una especie de cuadrilátero invisible en el que cada cual, desde su esquina, tergiversaba el instante que presenciaba o del que, de una u otra manera, tomaba parte en relación con el centro de sus miradas:
La joven de apariencia apocada, casi una quinceañera, se llevaba una mano al estómago mientras se relamía un rastro inexistente de yogurt de la comisura de la boca. La aspereza de su lengua y un oportuno gruñido de sus entrañas bastaron para despertarla de su ensueño. El atuendo de la señora del lado opuesto de la vitrina le retrató tiempos mejores que aún no había vivido. Notó en su semblante cierta preocupación hacia el muchacho que se tomaba el alimento que deseaba. Se preguntó si lo conocería y se los imaginó siendo parte de una escena de telenovela barata en la que la madre intentaba recuperar el contacto con su hijo luego de abandonarlo en la infancia. En el exterior, a su izquierda, justo a un paso atrás de ella se perfiló una sombra. Su voz hizo una despreciable declamación que la paralizó. Repasó aprehensiva el interior del establecimiento intentando rechazar sus pensamientos. Sin embargo, el arma que relucía con escaso disimulo del costado del sujeto la obligaba a dar crédito a lo que había oído.
La mujer en extremo ataviada llevaba buen rato observando celosamente hacia el mismo punto cuando el objeto de su embelesamiento puso atención en ella. Sintiéndose descubierta se forzó a beber otro trago de lo que había renombrado “la peor infusión antes jamás probada en su vida”. Presa del nerviosismo, apretó sus manos enguantadas y aventuró la vista alrededor. Un “buen aspirante a maleante” la contempló sagaz y tras un segundo le dedicó un gesto atrevido con sus cejas. Volteó de inmediato a nada de mostrarse escandalizada y sus ojos se detuvieron en una desamparada del otro lado del cristal. “Pobre”, pensó antes de que la atenazara una oleada de arrepentimiento y culpabilidad. Evocó su juventud, volvió la mirada al frente con nostalgia, el tema de la maternidad frustrada saltó sin quererlo a su memoria, quiso ignorarlo en vano castigándose con un nuevo sorbo de la peor infusión que jamás había probado. Le quedó un regusto amargo en el paladar junto con la impresión de que otra vez era un 15 de septiembre de un año cualquiera.
El muchacho cuya única carta de presentación parecía ser la dejadez tenía la mira más allá del vidrio que separaba la calle del local. El hombre que figuraba montar vigilancia a pocos metros de la acera no le daba buena espina. Le traía a la mente la máxima bien conocida por él  y sus camaradas que instaba a, a la sola presencia de zamuros y antes de convertirse en carroña, marcar la milla. No obstante, un par de asuntos lo retenían. Sin que le importara en realidad la hora marcada, un reloj lo estaba sacando de quicio; y unos zapatos, no siendo tampoco relevante a dónde iban o qué habían pisado, le robaban el control. Temió estar poniéndose en evidencia y rastreó la estancia: nadie lo registraba, ni siquiera la señorona con aires de puta cara que marcaba su entrada próxima de ingresos en una mesa cercana. Le hizo un guiño, dándole a entender que tenía las expectativas fijadas en el cliente incorrecto. Después de palparse los bolsillos y comprobar que no podría granjearse  ni la quinceava parte de sus servicios, se cuestionó iluso si aceptaría un “amistoso trueque” en lugar de efectivo.
El hombre de vestimenta oscura se entretenía mascando un palillo a la vez que sopesaba sus opciones. “No había moros en la costa”, estudiaba, “y además, los zarrapastrosos no hablan”; esto último iba dedicado a la jovenzuela que lo espiaba a pocos metros de distancia. Debatió si sería conveniente darle un par de billetes para que se borrara de escena. Rechazó la idea con un simple “que se gane la plata por su cuenta”, y redimió su conciencia con un argumento de talante similar: “no trabajo para apadrinar mendigos”. A propósito, tenía tareas que cumplir por las que ya había cobrado un suculento adelanto. Si no fuera por el desadaptado que simulaba guardarle las espaldas a su encomienda, ya las habría llevado a cabo. Aunque existía la posibilidad de que quisieran asegurarse de los resultados de la misión y se hubieran procurado, en última instancia, algún otro colaborador; quien, a primera impresión y por descontado, se le dibujaba como una muy mediocre elección. Con la zurda se ajustó el cinturón, la otra mano acudiendo al fin a la cita pospuesta con la fiel semiautomática que lo acompañaba. Se hacía tarde y había quince fajos de billetes grandes esperándole.
Entretanto, el móvil de Martín insistía en reclamar su atención. Esta vez, sin embargo, con una melodía. Atendió sin necesitar fijarse en el número e inconscientemente su expresión mudó a una sonrisa. El timbre de una voz, mucho más armónico para él que la canción que había elegido para sus llamadas, le endulzó el oído:
 ¿Dónde estás que no te veo,  cariño? 
Estoy contigo en menos de un minuto. 
Se levantó enérgico de su asiento al decirlo y emprendió su marcha incitando a quienes lo vigilaban a realizar su próxima movida: cuatro se pusieron en guardia, tres evaluaron el sitio certero en el que asestar una fulminante estocada, dos relativizaron el tiempo que tendrían para huir luego de hacerse con lo que deseaban, y alguno se decantó por mantenerse a raya. 
Quince segundos antes de que sus destinos se entrecruzaran, en el momento justo cuando Martín atravesaba la puerta del local, se encendió una radio. Sintonizaba con muy mala señal los resultados de un sorteo. Martín revisó su reloj: 15:15, y en seguida rebuscó en uno de sus bolsillos. Apenas si tuvo oportunidad de extrañarse de que la hora en ese instante y la cifra de su tiquete coincidieran con el número de su suerte.



Aldo Simetra





2 comentarios:

  1. Aldo, ha conseguido que, cuando llegué al final del relato, había olvidado totalmente el planteamiento inicial. Es entrecruzamiento de vidas en el que la fatalidad del destino iba a decidir una muerte, me absorbió por completo en su maremágnum, en su torrente de palabras. Tanto es así que, al llegar el final y, a pesar de saberlo por el principio, quedé totalmente sorprendido. Tanto como Martín, se lo aseguro. Muy buen relato, sí señor.
    Un abrazo

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    1. Le agradezco enormemente, Isidoro. Luego de publicar el relato me asaltó la incertidumbre de que quizá ese planteamiento inicial acabara por resumir o revelar demasiado de la trama y estuve a punto de eliminarlo porque llegué a encontrarlo innecesario, así que me alegra leer que el final del texto le ha dejado esa impresión.
      Un abrazo desde por acá.

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