Dulces para Enamorar

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Los goterones caen del techo y forman un charco en el piso. Lupita las imita con sus lágrimas que impactan raudas contra sus zapatos. Una por una resbalan hasta reunirse con el agua regada en el suelo. La mira Juan desde la quincalla de Don Andrés con expresión inquisitiva, pero no se atreve a cruzar la calle y preguntarle... Uno tras otro pasan los carros por la vía interrumpiéndole de momentos la visión de la niña, quien apenas si se percata de estar siendo observada.
—Aquí tienes: los caramelos, dos chupetas y una chocolatina.
Hace cuenta Don Andrés del pedido, mas el niño si acaso le ha oído. Se ha quedado con una mano sobre el mostrador mientras la posición de su cabeza y torso apuntan en opuesta dirección. Sin querer, el hombre descubre el centro de atención de Juan sentado en una de las bancas de las afueras de la tienda de pasteles de Sabrina y sin querer, otra vez, se enajena al ver a la mujer a través de la vitrina.
Se quedan ambos perdidos entre las brumas y ensueños inspirados por la acera de enfrente, la luz del sol se filtra tímida entre los residuos húmedos de la recién extinta lluvia y, de paso o a propósito, pone un toque de brillo sobre sus rostros.
Sabrina se limpia las manos sobre el delantal, se asoma al cristal de su local y mira a lo largo la calle. Lupita se enjuga la humedad de las mejillas, sorbe compungida de su nariz, retira la cabeza de sus rodillas y alza la vista. Ambas, queriendo o sin querer, aunque por separado y correspondientemente, se saben observadas al toparse sus miradas con el niño que compra en la quincalla y el hombre quien la atiende.
De improviso, tal si les viniera el alma al cuerpo, recuperan el movimiento, descubiertos, nerviosos, azorados... Juan toma las chucherías, la torpeza o la premura le dificulta asirlas entre sus manos. Don Andrés se apresura también en poner orden en su ya compuesto tarantín, tamborilea los dedos sobre el mostrador y en busca de alguna ocupación le da de nuevo el vuelto a Juan.
—Es-te, eh... Don An... —El pequeño oscila la vista entre el billete que le ha dado el tendero y la acera de enfrente, se le traban los fonemas y Lupita crece ante sus pupilas.
— ¿Qué pasa Juancho? —Aunque al hombre no le falla el habla, los ojos se le quedan quietos y prendidos de Sabrina que cruza la calle hasta su tienda. Trae un trozo de pastel entre las manos y el aroma que desprende, ella no el postre, colma a Don Andrés. Piensa en que es una exquisitez que encantado de la vida se comería y, otra vez, se refiere a Sabrina y no al pastel.
Juan, quien ahora alterna las pupilas de la pastelera a Lupita y viceversa, se abstrae imaginando que tira y encoge alguno de los resortes rojizos que cuelgan de la cabeza de la niña.
—Aquí tiene, Andrés. Lupe me dice que quedó de rechupete. Ya usted me dirá.
La pastelera los saca a fuerza de su ensimismamiento pero a penas dura un segundo. Don Andrés ahora se embelesa con el sonido de la voz de aquella acariciando su nombre y Juancho, por su parte, ha de sobreponerse del pasmo de que la niña por primera vez le hable:
—Es mentira —le susurra con el sigilo de quien cuenta un secreto—, apenas me lo ha dejado probar.
El niño todavía la mira con gesto inquisitivo, sin embargo no se atreve a intercambiar palabra para preguntarle.
—Vamos, Lupe. Se nos hace tarde.
Juancho, él sí privado del habla, reacciona justo cuando Lupita está dando la espalda y atina en ofrecerle un dulce. Ella lo recibe y le obsequia a cambio sus pupilas y labios sonrientes. A Don Andrés, mientras, le retintinea ese “ya usted me dirá” en la cabeza.
—Si de verdad le dijera... —Suelta en una exhalación profunda.
El niño esta vez sí lo escucha, pero prefiere tragarse, como antes, su pregunta. Total, si no se la hizo a Lupita...
Ahora ambos miran calle abajo las siluetas de Sabrina y Lupita achicándose en la lejanía. La segunda piensa en cuántas tortas sin probar se quedarán esperando a que Don Andrés diga por fin no sabe qué cosa y la primera, en que aún no quiere tener que preocuparse porque a la hija le empiece a gustar más el chiquillo que el chupetín, el cual, cosa rara, siquiera se apresuró en abrir.
Muy lejos, a sus espaldas, un carro pasa raudo frente a la puerta de la tienda de pasteles encajando una de sus ruedas delanteras en un charco. El agua salpica a un niño y un señor en una quincalla. Al unísono ambos salen de sus ensoñaciones.
— ¡Conque Lupita, ¿eh, Juancho?! —Le recrimina entre burlón y cómplice teniendo, ahora sí, algo qué limpiar en el tarantín. El chico, sin quedarse atrás y secándose como puede, de inmediato se defiende.
—Y a usted, Don Andrés, ¿desde cuándo le gustan los dulces?







2 comentarios:

  1. Hola Fritzy
    De nuevo te leo hablándonos de esos silencios en el cortejo. Silencios que, aunque muchas veces nos lleven a que, nuestros sueños se queden en eso, en sueños, también es verdad que forman parte de la magia, de esos momentos que luego se recuerdan con nostalgia, del amor secreto que nunca llegó a manifestarse... Bueno, hay veces que, con el tiempo, uno se alegra de que se quedara en eso, en algo no compartido, ja ja
    Cómo siempre, texto escrito con frescura y técnica impecable. Un gusto de lectura ... Y no lo digo porque a mí me gusten los dulces
    Un abrazo enorme Fritzy

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    1. Hola, Isidoro!
      Ese "de nuevo" me ha alertado. Está como que repetitivo el tema, ¿no? En breve deberé matar a alguien en algún texto, no más que para variar, jaja... Que no porque les gusten los dulces tiene una que abusar.
      ¡Muchas gracias, Isidoro! ¡Un abrazote! ;)

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