¡Buenas Noches!

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–Ven a la cama conmigo, ya sabes que no me gusta dormir solo.
–Ni hablar. No compartiré la cama contigo y menos si estás despierto.
–Prometo no intentar nada.
– ¡Bah! Si llegué a esta edad ilesa fue justamente por no creer en promesas como esa.
– ¿Qué más te da? Seré yo quien te agravie dentro de poco.
–Ese dentro de poco aún no llega.
–Vale, ven a dormir conmigo.
– ¡Que no! –El hombre se ha levantado de la cama obstinado.
– ¿Y dónde piensas dormir? Si se puede saber.
–Pues no sé, en la silla o en el mueble. Aunque deberías dejarme la cama a mí y dormir tú en cualquiera de esos dos. ¿O es que tu caballerosidad se extinguió?
– ¡Ja! Ni de broma. La cama está para que la compartamos. Ninguno sacrificará su comodidad por gusto.
La mujer se cruza de brazos y voltea la cabeza airada, una muestra obvia de que contrariaba sus palabras. El hombre volvió a insistirle, pero cambió de táctica. Esta vez, se le acercó sigilosamente hasta quedar a un palmo de su espalda y le canturreó la petición al oído.
La mujer se estremeció levemente al sentir su cercanía y el roce de su voz, pero continuó en sus trece.
–Ni porque me susurres en la oreja y se me doblen las rodillas cambio de opinión.
–Ujum –aceptó indiferente el interpelado mientras le abrazaba la cintura y la acercaba a su regazo.
–Ni porque se me alborote el vientre a causa de que me estreches, ¿me oíste?
–Ujum –el hombre degustó con sus manos sus redondeces. Empezó inocentemente por los hombros, encontró un camino hacia su pecho, prosiguió bajando lentamente hasta...
– ¡Deja! ¡Deja! –Dijo intentando marcar distancia por ella misma, pero en lugar de alejarse del cuerpo que incitaba al suyo volteó para replicar–: Ni porque tus caricias me cambien la temperatura y la piel se me queje.
–Ujum –repitió él. Sus manos la trabajaban, la amansaban, iban moldeando la figura que estrujaban. Comenzó a marcarle un sendero húmedo tomando como punto de partida su nuca. Dejaba que sus labios la recorrieran, invitaba de vez en cuando a los dientes y la lengua intrusa se colaba para disfrutar también del banquete.
–Mmm. Ni porque tus besos me refresquen el cuello, ni las andadas de tu boca me enloquezcan, ni tus mordiditas me inquieten dulcemente… No, definitivamente no iré a la cama contigo.
–Eso ya lo has dejado claro. –Le concedió el hombre mientras sus manos prestas no daban tregua, sus dedos se movían por terreno inexplorado y sus yemas dejaban sutiles grabados a su paso. Su aliento la despertaba con escalofríos allí donde llegase, sus labios imparables la encandilaban allí donde tocasen–. Vamos a la cama.
–No. –Replicó tozuda, incapaz de despegar los pies del suelo, incapaz de moverse.
–No te lo estoy preguntando. –Le susurró éste a la vez que la arrastraba ágil y sagaz hasta el destino anunciado. Ella, doblegada, se dejó llevar. La acostó de lado sobre el colchón y se acomodó a su espalda.
–Deja que me recomponga, que me levanto yo sola de un tirón. –El hombre la estrechó contra sí, apresándola con sus brazos.
– ¡Ya, mujer! Quiero ver cómo te zafarás de mí. –Le replicó el silencio. Sus cuerpos yacían en paralelo compartiendo las mismas sábanas y la misma almohada–. Estás acostada conmigo en la misma cama y sigo despierto, ¿qué tienes por decirme ahora?
– ¡Buenas Noches! –Se despidió ella risueña con voz cantarina. El hombre sonrió entre sus cabellos y su cuello, y sentenció:
– ¡Ya te daré yo noches buenas!






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