Raviolis al Ajillo

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Supe que había hecho mal en ir a ese restaurante cuando leí en el cartel de la entrada el menú principal del día: Raviolis al Ajillo. La constatación de mi errada elección me golpeó de bruces en la cara cuando la vi a ella con alguien más. Iban de salida, llenos, satisfechos, sonrientes hasta que me vio, por supuesto, y su rostro mudó de expresión.
Sin detener el paso seguí hasta ellos y me les planté enfrente. Los observé, más a ella que a él. Ella sin escapatoria fue rauda a presentarme a su acompañante.
–Tiempo sin verte. Él es mi no... –Un acceso de tos me hizo ahogarme de pronto e impedirle terminar su frase.
¿Un acceso de tos? La verdad, se me atoró en la garganta un qué rápido le conseguiste ocupante al vacío que dejé en tu cama, cuán fácil se te hizo encontrarme sustituto, ¿sientes lo mismo cuando su voz te llama o cuando él te toca? ¿No te causa repudio su perfume al recordar el mío? ¿Encuentras verdadero refugio en sus brazos? ¿Sabe él de ese punto en donde se encuentra tu llave al abismo? ¿Cómo le hiciste para acostumbrarte a otro cuerpo cuando todavía hay tatuajes con mi nombre en el tuyo? ¿Cómo te dejas, mujer, saborear por otra boca? ¿Cómo soportas siquiera que ensucie con su lasciva mirada los lugares que aun para mí son tierra santa? ¿También se ha hecho amigo de tu perro? ¿Su retrato descansa en la mesilla de noche cercana a la cabecera de tu cama? ¿Qué tanto sabes de él para hacerle un espacio en tu vida o qué tanto sabe él de ti para que te reserve un sitio en la suya? ¿Acaso se ha grabado los mil y un matices de tu cara? ¿Sabe interpretar tus poses y tus distintas inflexiones? ¿Ha roto mi récord de llevarte ida y vuelta al infinito o le has mentido porque en lo profundo sabes que nunca podrás compararlo conmigo?
Me canso de hacerme preguntas, pero mirando al que tengo en frente desisto. Lo que yo tardé en aprender de ella en años no se lo aprenderá este en meses.
Me aclaro la garganta, el otro me extiende la mano mientras pronuncia su nombre. ¡Como si me importara! Yo extiendo la mía para no ser maleducado, pero creo que la desgana con que lo hago lo deja todo claro. Me río de su nombre en mi mente, el zoquete se llama Patricio, como los nobles. ¡Ja! Ese no tiene ni pizca de nobleza en las venas. Más temprano que tarde ella se llevará una sorpresa cuando descubra que su intento de príncipe no es más que otro de muchos sapos disfrazados. ¿Sapo? Este no llega ni a renacuajo, debería volver a su estanque.
A todas estas no me había dado cuenta de que aun le estrechaba la mano. ¡Al diablo las etiquetas! Aprovecho y se la estrecho un poco más teniendo especial cuidado de romperle aunque sea un hueso, desgarrarle un par de ligamentos, fracturarlo, desmembrarlo, dejarlo inválido, lo que sea para asegurarme de que no vuelva a tocarla. A ver qué hará ella con un manco.
Cuando el tipejo logra recuperar su mano lo veo medio abrir y cerrar el puño dolorido, hace una mueca de niñata. Juro que no tenía intención de decir nada por más rabia que tuviese en mis adentros, pero las palabras salieron a fuerza de disparo:
–Así que me has cambiado por este imbécil. –El imbécil, todavía sacudiéndose inútilmente la mano, solo alza las cejas fingiendo sorpresa. Vamos, ¿a quién quiere engañar? No me creo que en su espejo no haya salido a relucir un brote de su notoria idiotez. Ella toma la palabra por él:
 –Al revés, tú fuiste el imbécil que cambié.
Touché. Me mira como recriminándome y hala a su "acompañante" a la salida. A sus espaldas los escucho hablar:
– ¿Qué te ha hecho?
–Nada, nada, ya pasará. –Ah, es un imbécil, lo dicho. Va a usar aquel cuento de niño enfermo para sacar provecho de que ella lo consuele. Ojalá y no se le pase en semanas, que le quede una secuela por meses, no me importaría ser culpable de ello. Así más tarde, cuando él intente tocarla con sus manos temblorosas, ella extrañará la seguridad y la desenvoltura de mis caricias recorriéndole la piel y entonces, también al renacuajo ese se le bajarán mucho más que los ánimos cuando recuerde que ella fue primero mía antes que de él.
¿Fue? ¡Puf! Lo sigue siendo, lo sé. Todavía me mira como si nos perteneciéramos y ese zopenco que se ha buscado no me llega ni a la punta de las zapatillas de correr.
¡Mierda! Se me ha quitado el apetito. El encuentro junto con ese menú principal me ha revuelto las entrañas y los recuerdos.
Mientras salgo del restaurante, malhumorado, insatisfecho, sin hambre y con el estómago vacío, reparo en una cosa: han salido a comer afuera su platillo favorito. Sonrío. A él no le prepara raviolis al ajillo.


Aldo Simetra





2 comentarios:

  1. Al final, quien no encuentra consuelo es porque no quiere. Me ha encantado, sobre todo esa actitud irreverente, en parte adolescente, y la gran cantidad de pensamientos que se le atoran en la garganta. Genial.

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    1. Pues eso es correcto. Visto de esa forma pareciera que el consuelo y el sufrimiento se sirven en la misma bandeja y cada quien decide qué escoger. Te agradezco mucho el leer y el comentar. Bienvenido al sitio.

      Saludos desde por acá.

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