La Tonta de Juana

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Sí que era TONTA mi amiga Juana. Tonta con todas las letras de la palabra en mayúscula, subrayadas y en negrita. A veces me provocaba darle un par de coscorrones a ver si lograba que reaccionara con los golpes.  Así sería de tozuda. Es que en verdad esa amiga mía no tenía compón.
Venía de haber roto con un tipejo con el que llevaba apenas seis meses de “relación”, si es que se le puede llamar así. La razón: incompatibilidad de caracteres. Apuntaban en direcciones opuestas para resumir.
No había pasado ni un mes cuando se lo encontró de nuevo y bastaron unas calentaditas de oreja, un “me haces falta por aquí”, una caricia por allá y ¡zas! Otra vez en las garras de ese animal. Tres días después se lo consiguió en su departamento con alguien más. Ella me refería el suceso sin caber en el asombro y yo (que ya me sabía la historia de ella, la del tipo y otras muchas) en lo único que podía pensar era: “No sé qué le sorprende”.
La cuestión era que no la había descompuesto tanto el descubrimiento como el hecho de que aquel reparara en su presencia y no se inmutara, que siguiera presto haciendo de las suyas en el otro cuerpo sin importarle que ella lo observara, más bien queriendo que lo observara. Me contó que cuando se cansó de ser ignorada se desesperó, armó un escándalo que solo sirvió para que él le dijera: “Oye, no molestes que estoy ocupado”. Y la otra salió después a secundarlo con total descaro: “Que solo serán unos minutos, nena. Si dejas de interrumpir acabamos más rápido”.
Se marchó, claro. Presa de un cúmulo de sentimientos que no alcanzó a describirme, pero que duraron como mucho una semana. No hacía más que hablar de él, de lo mucho que le gustaba, de lo que le hacía sentir cuando se le acercaba, de que si le perdonaría cualquier cosa porque se moría por él, que lo adoraba y otra sarta de palabrerías que a mí me hacían sentir pena al escucharla. Nunca entendí cómo Juana jamás percibió en ella misma la indignación que me transmitía su historia cuando para mí era ajena y para ella, propia.
En esos momentos, yo no cabía en mí de lo mucho que me sorprendía ella. Intentaba hacerle comprender por cualquier medio en qué podía terminar aquello. Incontables veces le repetí que no le convenía, entre los miles de hombres que hay en el mundo no podía quedarse ella con tan infame individuo. Juana no captaba ni porque le hablara en su idioma o en cualquier otro, ni porque le explicara gráficos (con lo harto que le gustan las matemáticas) o le hiciera dibujitos.  
Regresó con él, por supuesto. Y cuando me dio la bella noticia, el coscorrón que le quería dar a ella me lo terminé dando a mí de la impotencia:
– ¡¿Cómo se te ocurre, Juana?! ¡Piensa del ombligo hacia arriba no del ombligo hacia abajo, mijita! ¡Cuánta pendeja en una sola persona! –Le había gritado, incapaz de soportar tanto desatino. ¿Y qué me contestó la niña?:
– ¡Ay, amiga! Es que cuando estoy con él… ¡Cuando estoy con él se me olvida todo! No encuentro dónde me queda cada cosa, se me baja la cabeza a los pies, ¿yo qué sé?
Nada que hacer. Ahí me resigné. Con la cabeza pegada al suelo es muy poco lo que se puede ver. Ya no piensas. Tienes la sesera llena de barro y nadas feliz en tu charco hasta que se convierte en un chasco.
Al poco tiempo me puso al corriente de que le había hecho otra jugarreta, por partida doble además. No halló a una, sino a dos en la misma escena, en la misma habitación y con el mismo que había perdonado la vez anterior. Una de aquellas, entrelazada de cualquier forma entre él y la otra, dizque la invitó a unirse al grupo alegando: “Las cosas son mejores cuando se comparten”. A lo que, mientras aprovechaba de respirar sacando la lengua de la garganta de una de esas, el tipejo completó: “Estamos calentando. ¿Te hago un espacio?”
Salió corriendo, esta vez despavorida. El acontecimiento la desencajó. Pasó un par de semanas martirizándose con el cuento de que no se podía sacar la imagen de la mente, lo peor era que la revivía como si en lugar de haber huido se hubiese quedado en el sitio compartiendo a duras penas a su chico con un par de sanguijuelas que parecía no solo succionarlo a él sino también a ella, a quien le quedaba la porción más pequeña. Era al mismo tiempo una tortura y una pesadilla, me decía.
Sin embargo, eso pasó a segundo plano al él reclamar su presencia, al extrañarle, al necesitarle. Ella, sacudida por las mismas demandas, se dejaba manejar por sus deseos como marioneta. Sin duda algo no iba bien en ellos, aunque a esas alturas ya yo empezaba a preguntarme quién de los dos padecía de la enfermedad más grave.
Cual masoquista decidió regresar con él y con resolución tomada se le ocurrió pedirme consejo. Yo que ya tenía las cuentas claras, cansada de gastar saliva en vano, sabiendo perfectamente que ignoraría mis palabras y que caería de nuevo sin remedio, no pude más que decirle:
–Ten listo el hielo, el mentol y el ibuprofeno.
No me enteré finalmente si entendió el todo o la parte, o si se molestó conmigo por aquella frase proferida. Lo cierto es que no supe de ella hasta tres meses después cuando recibí una llamada en la que me invitaba a su casa. No se oía nada bien y solo con verla al llegar, me di cuenta de que no se encontraba mejor.
Engripada, con medias y pijama, envuelta en una manta, apocada y con aspecto de haber estado encerrada durante días, se me antojó tan indefensa como mi hermanita cuando busca refugio después de un mal sueño.
Después de abrirme la puerta se apresuró a cobijarse en el sofá, que francamente parecía un nido. Ya me imaginaba de qué iba, el tipejo seguro tenía mucho que ver. Rogué porque no hubiese sido tan suelta de tornillos como para dejarse embarazar por semejante sujeto. Por fin me dijo lo que le ocurría y supe que había sido ignorado mi ruego:
–A mi cuerpo le ha dado por ser anfitrión. –Me soltó sin esforzarse por mover los labios. Yo, que creí haber interpretado perfectamente, no hice más que suspirar.
– ¡Sí que eres tonta, Juana! –Alcancé a decir antes de escucharla terminar.
–Eso y también seropositivo.
Una expresión de escepticismo se fijó en mi rostro y me dejó muda, antes de que atinara a pronunciar alguna cosa ella lapidó las palabras no dichas con un:
–No me hagas repetirlo. –Hice amago de hablar y…– No me pidas explicaciones ni detalles. –Otra vez intenté mover la boca– No me hagas preguntas, ¿quieres?
Concluyendo que no iba a dejarme emitir sonido alguno, simplemente asentí. Menos mal que me impidió el habla porque en ese momento no sabía qué decir, negada y a punto de rabiar por la noticia, solo me pasaba por la mente resaltar lo estúpida que fue. Me le quedé viendo, el silencio se hizo pesado incluso para ella porque hubo de aliviarlo diciendo alegremente:
– ¿Ves? Te he hecho caso en algo –se llevó una mano hacia la bolsa de hielo que llevaba sobre la cabeza, me señaló una cajetilla de ibuprofeno abierta que descansaba en la mesa junto a una pomada. Me pidió que le acercara esta última, se untó un poco del contenido en las sienes y al instante un aroma mentolado inundó la estancia.
No pude más que sonreírle luego de negar con la cabeza, me hice espacio junto a ella en su “nido” y la abracé. Sus lágrimas comenzaron a brotar y con ellas su aflicción fue volcándose en un lastimero desahogo.
–Me la imagino, ¿sabes? A la niña que quiero tener y que quizás no tenga. La veo ahí frente a mí diciéndole: “Mija, si va a ser tan pendeja como para enamorarse de cualquier estúpido al menos tenga buen gusto. No vaya a caer en las manos de cualquier imbécil que venga a cantarle desafinado en la pata de la oreja, que eso no suena. Ni mucho menos se maraville con cualquier idiota que le pinte pajaritos desfigurados. Que no le pase como a mí, que suba sus expectativas y que aprenda a mirarle el dentado a caballo regalado”.
–Bueno, Jua…
–Calla, calla… –Me interrumpió entre sollozos–. En serio, no digas nada. Tantas oportunidades que tuve para enmendar y mira. Es que si en la vida no aprendes algo por las buenas, lo haces por las peores. ¿Y dime tú, amiga, de qué me sirve ahora el aprendizaje sino que para resaltar mis errores? ¿Es que no las escuchas, a esas “lecciones de vida”? Debiste haberlas escuchado porque me gritan algo parecido a lo único que te he dejado decir desde que entraste a casa: “¡Por pendeja, ¿viste?! ¡Sí que has sido tonta, Juana!”. ¡Estoy-hastiada-de-escucharlas! –Gruñó entre dientes–. Dime dónde se apagan. O mejor no, no hables. Solo acompáñame, pero quédate callada.
No abrí la boca, más por no tener respuesta a sus incógnitas que por respetar su silencio. Ese día murió Juana, la tonta. De hecho, no volví a llamarla nunca de esa forma.





2 comentarios:

  1. Quizás un criterio (objetivo o no) para saber cuánto de bueno es un relato, es ponerle voces a los protagonistas, y yo lo hice. Oía a la narradora indignada, o impotente, y a la tonta de Juana (perdón) enamorada primero, y moribunda después. Un excelente relato sobre cómo se fue una vida, tan tonta :(

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    1. Así que un criterio, eh...Yo lo hago a menudo (eso de ponerle voces a los personajes), más que todo porque me resulta muy complicado leerlos mudos, pero tampoco sé si es o no objetivo. :P

      ¡¡Muchísimas gracias, Javier!! Al final, aunque puede que se le haya ido la vida, barajo la opción de que solo haya dejado de ser tan insoportablemente tonta (sin perdón ;) ).

      Un abrazote!!

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