El Muro

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Entre tú y yo hay un muro. No, no me mires como si me refiriera a alguien hipotético o como si el muro fuera igual de inexistente que el viento, te hablo en serio. Hay un muro entre los dos.
Estas tú desde tu orilla intentando encontrarme, leyéndome las intenciones con tus inquietas pupilas, queriendo entrever a dónde te lleva mi andar; y estoy yo desde la mía, intentando perderte o que me encuentres, escribiéndote uña a uña mis pretensiones, no queriendo que descubras a dónde voy, pero deseando que me sigas.
Yo te dibujo mis pasos para que los vislumbras al rato en una suerte de espejo, crees que te dejo un rastro, pero cuando vas a abordarlo te das cuenta de que es un cuadro ya pintado en otro tiempo y que entonces, para asirme, necesitas saber cuánta ventaja en distancia y en horas te llevo, suponiendo que la imagen ilustrada sea verdaderamente el sitio donde me encuentro. Tú no me dibujas los tuyos, pero ninguno de los dos ignora que son variados y dispersos; aún así, dejas que me recree imaginándolos para luego reírte si fallo o sorprenderte si acierto. No obstante, a sabiendas de que la certeza me dará información para hallarte, prefieres guardar silencio.
Como van las cosas, pareciera que el muro estuviese creado por nuestra falta de coincidencia y nuestras mutuas contradicciones. Pero no, te digo que hay un muro. Una placa de contención que nos pone a cada uno de un lado y que solo nos permite acercarnos lo necesario para adivinarnos, para empatizar a medias con el otro por milésimas de segundo, para practicar el acto de compartir siempre de ida y pocas veces de vuelta, para entendernos entre los signos y símbolos minuciosamente colocados en los claroscuros con los que empiezan los párrafos y el círculo diminuto y diametralmente negro con el que terminan los relatos.
Yo trato de alcanzarte y ya te has ido, tú tratas de tocarme y ya no estoy.
Deja que te muestre, si no me crees. Invirtamos los papeles: trata de tocarme, extiende el brazo, no intentes leerme las intenciones esta vez… ¡Qué no! Estira el brazo sin más. ¡Que lo estires, caramba! ¡Hazme caso, ¿quieres?! Aparta la mano de donde la tienes, ¡alza el brazo!, estira el codo hacia mí.
Verás que tu dedo choca con algo, ya casi me alcanzas... Yo, aguardando desde mi orilla con el brazo extendido, casi te toco.  
¿Lo ves? Has bajado el brazo en medio de la decepción o, para qué engañarnos, ni siquiera lo has levantado; no podemos traspasarnos. Entre tú y yo hay un muro. Y no, por favor, no me mires como si me refiriera a alguien hipotético o como si el muro fuera igual de inexistente que el viento, la huella que dejó tu dedo frente a ti o la mueca que ahora haces mientras te precipitas al final del texto, es prueba de ello.






4 comentarios:

  1. Quiero que sepas que hay un muro. Míralo. Que lo mires, hombre!!! ¿Ya lo has visto??? ¿Te has dado cuenta???? Pues ahora derríbalo. Eso es lo que faltó decirle, pero de más manera más poética, claro ;), como lo hacéis vosotros. Besos.

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    1. Jajajaja, se me ocurre que tal vez no se lo dijo porque era justo lo que esperaba de respuesta, esperemos que el destinatario se haya dado cuenta.. ¡Gracias, Javier! ¡Un abrazote!! ;)

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  2. ¿Me crees si te digo que levanté el brazo y di con el muro, pero si no lo derribo como sugiere Javier es porque se creará otro cuando me quede sin computador y te toque comprarme uno? :D

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    1. Jajaja, bien pensado. Aunque si quien protagoniza el relato supiera a ciencia cierta que eres tú el que está del otro lado, velaría porque el muro jamás se echara abajo... :)

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