Esqueletos

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Era 2 de noviembre, Día de Muertos, y aunque no enterrábamos a nadie, no entendimos cómo era posible que se nos murieran tantas cosas juntas. Llegamos a la celebración con más kilos perdidos de los que habíamos ganado en todo el año, con las prendas cosidas a punto de remiendos para que no nos holgaran sobre el cuerpo. Entre los presentes, los que jamás habían tenido que pasar la noche dentro de un féretro, iban preparados para hacerle competencia a cualquier muerto viviente y se dedicaban entre sí muecas y expresiones de sorpresa y espanto al darse cuenta de que el esqueleto les asomaba de a poco a la carne. “¡A lo que hemos llegado! ¡A lo que hemos llegado!” Era la frase oída y pronunciada de manera más frecuente. Muy importante el detalle de recitarla por cada ocasión dos veces seguidas como para resumir o resaltar el consabido estado de crisis general.
— ¿Ya vio? Tampoco se consigue...
—No sí, pero viene con precio nuevo.
— ¡¿En dónde?! Póngase a creer... A ver pa’ cuántos alcanza...
— ¡Otra vez! ¡Miaaalma! ¡Pero si ya lo habían aumentado hace dos semanas!
—Pues, ¿qué te digo? Para lo que les importa... ¿No esperabas recibir el año nuevo con los precios de ayer?
—Año nuevo... ¡Jum! ¿Y sí llegaremos?
Las conversaciones giraban siempre en torno al mismo tema o convergían en un mismo desenlace, era como si cada cual llevara diferentes bobinas con idéntico hilo conductor.
— ¡Y me lo pregunta a mí! ¡Aquí hay que pedirle permiso a la economía y al hampa para vivir!
—Si es verdad. A una vecina se le metieron a la casa a robar y le dieron cuatro tiros al hijo.
—Corrió con suerte. Hay miles a quienes no se la dejaron contar.
— ¿Contar? Está por verse... En un hospital sin insumos y con la madre corriendo de aquí pa’llá buscándole medicamentos...
— ¡Agotados!
— ¡Sí, señor! Nada nuevo bajo el sol.
—Que está que arde, por cierto.
— ¡Mire! Va pasando un avión.
—Ah, sí. ¿Se fijó? Vuela a la misma altura que nuestra inflación.
— ¡Ja! Y la escoria aquella decretando aumento salarial cada dos por tres...
—Esto hace rato que se estancó, mijo. Nada que avanza...
— ¿La cola o...?
— ¡Bah! ¡Va a preguntar?
A ese punto de la discusión no era raro estar cerca de oír:
—Donde esto siga así, agarro mis maletas y...
Un “y” con tres puntos suspensivos que no hacía falta completar.
Sin embargo, para Ignacio, el mensaje seguía igual de inconcluso cuando lo oyó:
— ¿Y...? —Preguntó.
— ¡Y me voy!
— ¿A dónde? ¿Vuelves a casa de tu mamá?
— ¿Qué sentido tendría irme a treinta minutos de aquí?
— ¿Irte? ¿Por qué?
— ¿Cómo que por qué? Las mañanas sin café, el agua sin llegar, la luz que se va sin avisar, los estantes y la nevera vacíos, no saber dónde esconderme el teléfono o la plata cuando voy en el metro o la camionetica, estar siempre de los nervios cuando voy por la calle, tenerle terror a estar fuera de casa luego de las seis de la tarde, no distinguir entre un policía y un criminal; que si a fulanito le volvieron a robar, a sultanita la mataron y a menganito lo acaban de secuestrar ¡otra vez!; que te la cales, ¡cuidado: sin pro-tes-tar!, porque aquí tus derechos son un delito; que no hay esto ni aquello y que de lo otro tampoco va a haber, que si o haces cola o trabajas, que si el salario no te da y ¡ni te molestes en ahorrar...!
Hizo una pausa para tomar aire y el silencio fue interrumpido por el sonido de su estómago reclamando alimento.
—Ah..., ya entiendo. Siempre te pones de mal humor cuando tienes hambre.
— ¡A ver en qué episodio de esta tragicomedia maldita y socialista se me quita...! —Estalló fúrica.
—Ahí quedaron unas...
—“Arepas de plátano con jugo de guayaba y papelón...”. —Recitó entre dientes por lo bajo—. ¡Estoy haarrrta del parapeteado y re-pe-ti-do me-nú!
— ¡Pero, ¿qué quieres...?!
— ¡¿Que qué quiero?! ¡¡¿Que qué quiero?!! ¡Arrrg! —suspiro frustrado—. Tu hermana, ¡que se pasó cinco horas pagando plantón frente al supermercado para comprar nada!, dizque te llames a tu primo. La compañía en dónde está va a cerrar y ¡otro desempleado más! Y Chucho que anda como loco buscando antibióticos para la niña... ¡¿A quién se le ocurre, chico, tener muchachitos ahorita con todo lo que ya hay que parir?! Pero si ni hay anticonceptivos... ¡Qué vaina tan arrecha!
— ¡¿Y yo qué puedo hacer?!
—Tú, no sé. Pero lo que soy yo, ¡me voy!
“¿Pero irse cómo y a dónde?”, insistía Ignacio incrédulo. Lo que en realidad no comprendía era por qué ella quería dejarle, aunque en su decisión poco tuviera él que ver. No le veía sentido a abandonar su familia, sus afectos, el lugar donde había crecido y lo que había construido para cambiar unos problemas por otros en algún distante o remoto destino en el que se estrenaría con el distintivo de “extranjero”. No más pronunciar la palabra se sentía ajeno.
Unas últimas frases acudieron a su boca para sosegarla, el efecto fallido de éstas le abofeteó la cara, le replicó y ardió en las mejillas por meses e incluso después, cuando tras malabares de parte y parte e incontables mensajes de esperanza, estos sí solo proferidos por él y desoídos por su novia, llegaba la crónica y requeteanunciada marcha.
Ella se iba a quién sabe dónde, a quedarse con quién sabe quién y a hacer quién sabe qué a kilómetros y kilómetros lejos de él; se hacía a la idea de que sería recibida por otra zona horaria, otro gentilicio, otro clima, otra gente, otra cultura y un etcétera de otros otros. Él se quedaba ya se sabe dónde, con quién y a qué sin todavía hacerse a la idea de despedirse.
En medio de los respectivos adioses en el aeropuerto les quedó a ambos el humor rancio, un mal sabor de boca, un hueco en el estómago y una compartida punzada de arrepentimiento mientras cada cual pensaba al unísono:
“Debí haberme ido”.
“Debí haberme quedado”.
El vuelo LV 653 pasa raudo sobre nuestras cabezas dejando su estela, dos líneas paralelas blancas sobre un cielo despejado. Karen apenas tiene tiempo de ver el avión en que ignora que viaja su cuñada cuando el señor por delante de ella en la cola lo usa de referencia a nuestra inflación desorbitada.
Sus pensamientos viajan hacia Ignacio y de inmediato se suma al hilo de la conversa general:
—Hoy mismo mi hermano está despidiendo a su novia que se va —me comenta con tristeza y como si me conociera, supongo que por esa extraña familiaridad nacida de compartir situaciones adversas.
Niego silente en mitad de una mueca, las palabras se me figuran huecas.
—Aquí ya no hay quién viva, mija… —Resopló resignada otra mujer de la fila y al instante encontró réplica más allá.
—No sí, lo que no hay es cómo...
Era Día de Muertos y entre todo lo perdido cada cual tenía un difunto al cual honrar, aunque en realidad era otro día muerto más.






4 comentarios:

  1. ¡Eres tremenda compañera! Has resuelto tu historia no solo a golpe de diálogos sino armando frases hechas de esas que se escuchan en la calle, a una vecina, comprando en el mercado o en el velatorio de alguien. Me encanta tu sentido del humor y la imaginación tan original que tienes.
    Sí, mija, que la vida está mú mal, y los que se van que nunca vuelven, los que tienen que irse porque no queda otra, un 2 de noviembre aunque sea agosto, porque hay muchas despedidas como muertes pequeñas o no tan chicas.
    Eso es lo que entendí, pero igual me lo estoy inventando, me pasa siempre con tus escritos tan abiertos que los que te leemos los completamos. Eso creo.
    Me alegra "verte" de nuevo por aquí Fritzy.

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    1. ¡Muchísimas gracias, Tara! A mí también me alegra coincidir contigo por aquí. Aunque no te alegres tanto de la vuelta que no sé cuánto va a durar. Sí que aciertas con aquello de que hay tantas despedidas como muertes pequeñas y espero no estar anunciando o dirigiéndome a una con el comentario, jaja.
      Me encanta que me leas. Por allí también me he leído tus últimos textos... ya les estaré dejando alguna huella. ¡Un abrazote! ;)

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  2. A mí me parece muy triste, no sólo por los muertos, sino por los vivos que parecen estar ya muertos

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    1. Qué te digo... Lo veamos o no, hay cadáveres andantes por doquier.

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