¿Qué tendrán que ver las mariposas?‏

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Siempre que creía sentir mariposas en el estómago proclamaba a los cuatro vientos su enamoramiento. Yo le oía aquello con tanta frecuencia que no podía evitar cuestionarme si en el fondo no estaría confundiendo el amor con hambre.
En una ocasión, no pudiendo contener el impulso de preguntárselo, se lo expuse y entonces me explicó –cito–: “…que tanto el amor como el hambre provenían de necesidades y deseos insatisfechos de nuestro organismo. Que en realidad ambos tenían el mismo origen y eran la misma cosa, y que solo escogía un nombre que mejor los englobara sin tener que perder tiempo especificando cuál padecía; porque además –proclamaba–, raramente se podía experimentar un deseo o necesidad a la vez”.
Ante mi expresión de asombro y escepticismo secundó su argumento con un: "¿Qué acaso no te invade una idéntica sensación cuando sacias tu sed, o satisfaces tu sueño o llegas a buen término en el sexo? Si en este momento te dijeran "busca algo que te llene", ¿pensarías solo en alimento?" Yo intenté refutar su razonamiento con una débil elucubración que siquiera tuve oportunidad de completar:
–No puedes asumir que el hambre y el amor o todo aquello que mencionas son la misma cosa solo por el cierto placer que...
– ¡Placer! ¿Lo ves? ¡Y lo has dicho tú! En realidad, solo estamos hechos de anzuelos que perpetúan nuestra existencia a punta de pescar placer. Así que sí, el hambre, el amor, el sexo, la sed... son simples y diversas trampas con las que estamos formados para caer en él. Luego pienso que nos echaron del paraíso injustamente, porque el ser humano está diseñado para –subrayó con una fuerte entonación– buscar placer. Y digo solo buscar, porque, aunque lo hayamos encontrado, somos como ese ratón en la rueda que corre dando vueltas sin parar, nada más que por manía o diversión y sin pretender llegar de veras a algún lugar.
¿Pero qué tenía que ver la punta del cabello con el dedo gordo del pie? Me obcequé. A este punto, sin emitir palabra, solo negaba con incredulidad a cualquier cosa que me decía. Justo en ese instante apareció su pareja y me libró de tener que seguir escuchando su perorata. No, no ahondaré en detalles como el género, que para el caso son irrelevantes; únicamente le diré que la persona de quien le hablo sí que aplicaba aquello de que el amor es ciego como una máxima y a diferencia de la mayoría, sí lo practicaba.
Mi presencia no fue un aceptable motivo para que moderaran su efusivo saludo y pasaron a tragarse y atragantarse como si ninguno hubiese almorzado o tomado desayuno. Júzgueme si quiere, pero viéndolos y habiendo ya escuchado el inicial discurso, pensé que para quien iguala el amor con el hambre, y viceversa, importa en realidad muy poco qué se coma o qué se lleva a la boca.
Al final, cuando repararon en que tenían compañía o cuando lograron saciar su apetito, escuché:
– ¿Y bien? ¿Sigues creyendo que confundo el hambre con el amor? –me increpó con un cierto deje de victoria en la voz, relamiéndose los labios como si saboreara los restos de algún sustancioso alimento.
Yo que ya había escuchado y visto suficiente como para formarme una idea, respondí con calma:
–No –me froté el pulgar sobre el mentón para hacerle ver que todavía debía limpiarse un rastro de saliva–, ahora no me cabe la menor duda de que lo tuyo siempre ha sido hambre.

Aldo Simetra




2 comentarios:

  1. Yo en cambio no me empeñaría en la exactitud semántica, y la dejaría a ella definir y engañarse con sus propias conclusiones. A cierta edad y con varios años de soledades descubiertas, llamar amor al hambre es un bonito ejercicio de inmadurez. Saludos desde por aquí.

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    1. Llevas razón, de todos modos no creo que me hiciera mucho caso. Igual no estoy muy convencido de que ella/él esté del todo equivocada/o.

      Gracias por pasarte y disculpa la ausencia por otros lares. De tanto en tanto me dejo caer por aquí puesto que de lo contrario una por ahí me mata (literalmente hablando), pero en lo último he andado muy liado.

      Saludos desde por acá.

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