Sirope

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Fotografía de Chiara Fersini

“Reportamos en vivo y directo desde el lugar de los hechos, donde un cuerpo aún no identificado fue encontrado a entradas horas de la noche en uno de los apartamentos de la residencia. De acuerdo a la información que hasta ahora se maneja, las autoridades fueron alertadas al recibir un llamado de la propietaria del inmueble tras tropezar con el cadáver, luego de ingresar a su morada. Los agentes del cuerpo policial todavía no han logrado establecer relación alguna entre el occiso y la propietaria, de quien se aguarda un testimonio que dé luz al singular acontecimiento.
Ya se han levantado las...”
La reportera de súbito hace un alto en su discurso, la cámara enfoca en la entrada del edificio la estrepitosa salida de una mujer que en menos de un segundo se encuentra rodeada por los micrófonos, cámaras y reporteros de otras cadenas de radio y televisión, hambrientos por quedarse con la mejor tajada de la noticia. Dos oficiales la escoltan. No tardan en llover flashes y preguntas. ¿Cuál es su versión –clic-clap-clic– de los hechos? –Chas– La dama los observa, los examina... ¿Tiene idea –chas– de cómo apareció un cadáver clicen su residencia? No despega los labios, mira a lado y otro con la vista perdida. ¿Cuál es su relación –clac-chas– con el cadáver? Se la ve perturbada, nerviosa, meditabunda... ¿Tiene consciencia –clap– de que el suceso la coloca –clic-clic– como principal sospechosa? –Clap-clic-chas–.
De golpe su cabeza se dirige hacia el emisor de la última interrogante, entorna la mirada, tiembla. Intenta emitir palabra pero en la agitación de sus labios se hace presente la duda. Se paraliza, por momentos se queda en blanco... O eso creen la docena de periodistas que la tienen en la mira y los miles de televidentes y escuchas que siguen a distancia la noticia. Ella, por su parte, sabe que desde hace un par o más de horas antes es imposible que en su mente abunde ese color, ni siquiera para limpiar o aclarar las imágenes que no cesan de reproducirse en su interior.
Como si hubiese tomado fotografías a medida que se desplazaba dentro de la estancia, veía las gotas de sangre en el suelo marcándole el recorrido hasta perderse en un pozo que engalanaba la alfombra del centro de la sala y que le daba un toque más vivo a sus floreados motivos. Sobre la retocada alfombra, la mesilla con fines decorativos y escasa utilidad era reemplazada por una especie de silla plegable que no recordaba tener en sus dominios y sobre la cual descansaba, en una trabajosa posición, el cuerpo de un desconocido. Tal vez, la manera forzada en que cada extremidad se sujetaba al tronco debió colaborar en la formación de esa idea. Jamás hubiera podido imaginar a uno de sus conocidos mutilados de ese o cualquier otro modo, aunque la imagen cobrara vida frente a sí. Los puntos en donde se había intentado inútilmente recolocar las extremidades seguían manando el rojo líquido, el cual iba tomando una composición extraña a medio camino entre el sirope de fresa y el de chocolate. Toda una delicia en obra de arte.
Tras el impacto del susto, los irreprimibles gritos, el llamado con voz sobresaltada y entrecortada a la policía, la turbación que la sacudía de pies a cabeza y viceversa, apenas pudo percatarse de que había algo reclamando su atención en la escena. Volvió a encararla recelosa, caminando insegura por su propia morada como si se le ofreciera un campo minado y, a cierta distancia, notó que uno de los brazos del cadáver aferraba una hoja de papel escrita contra el regazo. Había absorbido tanta sangre que era casi imposible leer el enunciado.
Se infundió de un falso velo de valentía, se acercó otro paso e intentando reconocer las letras leyó: te-di-je-que-mo-ri... te di-je-que-mo... que mo-ri-rí-a-por ti. Cuando hubo hilvanado la frase, la soltó de golpe y de improviso se tapó la boca al pronunciarla. Emitió un gemido quedo, abrió hasta más no poder los ojos, retrocedió aturdida, dio media vuelta al borde de la desesperación y luego otra, tropezó con uno de los muebles. El estropicio hizo eco en la sala e, intempestivamente, una de las extremidades superiores del cuerpo retumbó en el suelo.
Gritó consternada y arrancó a huir hacia el pasillo mientras en su cabeza repicaban las sirenas de los autos policiales acercándose, el golpe seco del brazo al caer, sus pasos aproximándose a la salida, las frase del agente telefónico como el coro de una canción: “...mantenga la calma, ¿me oye? Mantenga la calma. Asegúrese de no tocar ni hacer nada hasta nuestra llegada”; las gotas que iban cayendo del cuerpo impactando sobre el suelo, en cuyo sonido antes no había reparado... Todo le hizo una cacofonía funesta en el oído.
Luego escuchó que se rodaba una silla y alguien alzaba la voz para dejarse oír bramando “¡moriría por ti, moriría por ti!”. Giró perturbada hacia su espalda, luego al frente, no vio nada. La silla seguía rodando, alguien le repetía la frase. Tardó en darse cuenta de que el último par de sonidos correspondían a la evocación de un momento específico sucedido la mañana del pasado domingo y ahogó un grito de terror al dar con el origen de la silla plegable, sobre la cual ahora descansaba un cadáver.
Escuchó pasos aproximarse, giró perturbada hacia su espalda, luego al frente. Otra vez hacia su espalda, nada. Otra vez hacia el frente...
– ¡Aaaahhhhh!
– ¡Mantenga la calma! Hemos recibido una llamada de esta dirección inform...
...Nada. Dejó de oír. Entretanto los cuerpos policiales irrumpían en su morada, perdió momentáneamente el equilibrio. A falta de audición se le intensificó el olfato: percibía el olor de los uniformes de los oficiales aunado al humo de la calle, la fragancia de su perfume cediendo a los sudores de su piel, el aire cargado de una extraña acidez. Sintió que empezaba a fluirle el olor de su propia sangre a través de la nariz...
–Levante la cabeza, señorita –le escuchó a un oficial. Su vecina debía estar preparando la cena. Había algo... otro olor que no lograba identificar, pero...–. ¡Señorita! Levante la cabeza, por favor. –...le amargó la boca y le causó náuseas. Estuvo a punto de vomitarse la ropa. Su vecina también debía estar preparando un postre...–. ¡Llamen a los paramédicos que la mujer...! –Le pareció que también olía a sirope, pero cerró los ojos sin lograr identificar el sabor...
Ahora que había vuelto a abrirlos y había recuperado la audición, solo tenía plagada de rojo sucio la cabeza. Las cámaras enfocándola le molestaban y la algarabía que se traía el lote de periodistas acosándola con preguntas, le producía otra irritante cacofonía.
Cuenta hasta diez, cuenta hasta diez... –se repetía mentalmente para serenarse, a la vez que los dos oficiales que la escoltaban hacia la patrulla hacían lo suyo para abrirle y abrirse paso.
Uno... respira.
– ¿Puede relatarnos su versión de los hechos? –Dos... exhala. Se atravesó un reportero interponiendo un micrófono entre ella y él. La dama negó con la cabeza, indispuesta.
Tres... respira.
¿Puede explicar cómo apareció un cadáver en su residencia? –Otro la increpa. Cuatro... exhala. Ella no despega los labios y como respuesta mira hacia los lados con la vista perdida.
 Cinco... respira.
– ¿Cuál es su relación con el cadáver? –Niega de nuevo. Seis... respira. Se la ve perturbada, nerviosa, meditabunda...  
Siete... ¡respira!
– ¿Tiene consciencia de que el suceso la coloca como principal sospechosa?
Ocho... Aguanta el aire.
De golpe su cabeza se dirige hacia el emisor de la última interrogante, entorna la mirada, tiembla. Nueve... suelta. Los oficiales logran llegar a su destino, alguien le abre la puerta de la patrulla y la obliga a entrar, antes de acatar la orden percibe un ligero jalón en el bolsillo inferior de su abrigo.
Diez... Suelta el aire, ¡suelta el aire...! –se reprende en vano, a esas alturas le cuesta trabajo respirar.
– ¡Entre al coche! –le instan de manera amenazante. Obedece. En el asiento trasero se palpa el bolsillo y descubre que han puesto algo en él. Introduce una mano vacilante, sus dedos topan con un trozo de papel. Lo toma, lo extiende trémula y se le hace un nudo en la garganta cuando lee su contenido en silencio.
A unos cuantos kilómetros, sin perder detalle de cómo la patrulla policial se pone en marcha, alguien reproduce los fonemas que habría pronunciado la mujer de haber leído el mensaje en voz alta: – ¿Imagina qué sorpresa se llevó quien la sorprendió esta noche y la que usted será pronto para alguien más? Cuide sus palabras de hoy en adelante, no sabe a quién puedan condenar. El juego apenas inicia. Empiece a esconderse... si quiere. (Ja, ja... si puede) –Agregó irónicamente– Yo ya he dejado de contar.
– ¿Ehh? –Le reclama la atención un niño halándole los pliegues de la capa–. ¿Trabaja en tv? ¿Practica usted para un papel? Mamá dice que de grande...
– ¡Barghh, mocosos! –gruñe torciendo el gesto. En un ademán de disgusto retira la mano del pequeño de su vestimenta con una estoica sacudida y llevándoselo por el medio, reemprende impasible su camino.
Dentro del coche, esta vez en movimiento, la mujer se mantenía atónita, sin habla, sumida en un extraño trance; y la nota, había resbalado de sus dedos temblorosos hasta posarse indiferente entre sus zapatos.
Los oficiales, ajenos a ella y a todo, mantenían una superflua conversación:
– ¿No huele algo extraño? ¿Como empalagoso?
– ¿Cómo así? ¿Como a algo dulce?
–No sé, como a caramelo rancio...
El hombre esperó aguardando la afirmación del otro, pero este solo se encogió de hombros.
Sin embargo, la mujer, pálida, fuera de sí y desprovista de toda emoción; gritaba para sus adentros: ¡a sirope, maldita sea! ¡Huele a sirope!
Solo que ya no le importaba el sabor.


Aldo Simetra





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