Hechos Redundantes

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Camino por la plaza adoquinada que solíamos visitar después de las seis, una hora perfecta para rodearse de intimidad sin necesitar soledad. Pasé al lado del banco donde descansábamos viendo el atardecer pero no me senté, saludé al heladero que nos vendía nuestra ración especial de amaretto pero no la compré, miré a la anciana necesitada con la mano extendida en la que una que otra vez colocábamos un billete pero no la ayudé, el ciclista levantó su mano en el aire para que la chocara pero lo ignoré, seguí de largo con las manos en los bolsillos indiferente a todos o tal vez a todo y me detuve frente a la fuente de deseos que guarda nuestros secretos y también los de otros; veo como una señora aprieta una moneda sobre su pecho antes de lanzarla al pozo y a una pareja repetir el mismo proceso sin modificarlo un poco.
Y mientras me rodeo de hechos redundantes, hechos que repiten la misma secuencia de forma constante y casi agobiante, me doy cuenta de que el mayor y más insoportable de todos es el recordarte porque nada se detiene, las cosas siguen su curso sin inmutarse por tu ausencia pero parece que es solo a mí a quien le afecta. Se me escapa un suspiro luego de decidir sentarme a lo largo del borde de la fuente, caras y sellos me muestran su deslucido reflejo desde el fondo mientras el agua me refresca la cara e incita a mis pupilas a soltar sus lágrimas. Ojalá la memoria no fuera tan hábil, así podría convertir el olvidar en un hecho igual de redundante y mi reciente pasado no acudiría a mi cabeza para molestarme.
Saco una moneda de mis bolsillos y me levanto, me giro hacia el pozo y cierro los ojos emitiendo una súplica por lo bajo, pero justo en el instante en que debo dejar caer la moneda pienso en lo poco que vale: casi nada; el mismo valor de nuestros encuentros y despedidas, de nuestras historias y fantasías, de nuestras risas y tristezas, de nuestros momentos juntos, de todo lo que tuvimos y lo que nos queda, de un nosotros extinto, de nuestro último deseo, vale lo mismo que esta fuente que no es más que un depósito de monedas descontinuadas, insignificantes y oxidadas que son la representación de un puñado de sueños incumplidos e ilusiones caducadas.
Abro los ojos y niego con la cabeza pensando en lo barato que salen los sueños a juzgar por lo poco que invertimos en ellos y, sin ganas, dejo que el lustroso y circular pedazo de metal resbale de mis dedos.
En esta ocasión no pedí un deseo, no quiero que mis sueños pasen a pudrirse en un estanque, pero necesito llenarme de últimas veces para dejar de pensarte, por ejemplo: esta es la última vez que lanzo una moneda a una fuente porque sé que recordarte no vale más que un céntimo y que por el contrario, olvidarte me costará muchísimo más que eso.
 




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